Ir a La Habana (un texto de Padura)

 

Leonardo Padura acaba de publicar una colección de crónicas sobre La Habana. Esta que reproducimos a continuación aborda la relación de la creciente desigualdad social y los espacios de ocio. Agregamos la reseña que el intelectual cubano Rafael Acosta de Arriba hiciera sobre el presente libro. Acosta también es un estudioso del trotskismo cubano. Su artículo El final del trotskismo organizado en Cuba fue republicado recientemente en nuestro sitio web.

Alguna vez he dicho que el Malecón de La Habana es el parque público más largo del mundo. Y es que en toda la extensión de sus varios kilómetros de recorrido, este parapeto de hormigón, que va bordeando el mar desde el interior de la bahía de La Habana, en el este, hasta la desembocadura del río Almendares, en el oeste de la ciudad, cada noche de verano se convierte en el punto de reunión más concurrido de la isla, el sitio al que parecen conducir todos los caminos.

¿Por qué el Malecón? ¿Solo por la probable brisa del mar que en las noches refresca la atmósfera tórrida de la capital cubana? ¿También porque su altura es la apropiada para utilizarlo como asiento? ¿Quizás por ser un espacio económicamente democrático al que cada cual puede llegar con su botella de ron y disfrutar, solo o acompañado, de una noche de tragos incosteable para tantos cubanos en otros sitios de la ciudad? ¿O será además porque allí la gente, en especial los más jóvenes, se sienten más libres, más dueños de sí mismos, a pesar de que el mar los limita por un flanco y, por el otro la policía los observa en sus continuas rondas?

Más que cualquier edificio, más que cualquier plaza antigua o moderna, más que cualquier parque público, el Malecón es el símbolo que mejor caracteriza a La Habana, el que la sintetiza y define como ciudad marítima para la cual esa condición costera es un alivio y una condena: en esa frontera que marca de modo tan evidente el muro del Malecón comienzan y terminan los sueños de muchos cubanos, esos anhelos múltiples –que a veces están en el interior de la isla, otras en el mundo que existe más allá del mar– sin cuyo conocimiento no es posible entender el alma profunda de una sociedad. 

Si alguien quiere tener una idea de qué cosa es Cuba, un principio inevitable resulta tratar de ver qué cosa es La Habana: porque aunque La Habana no es Cuba, de muchas formas en esa ciudad radica su corazón. Y el motor que impulsa al músculo vital es precisamente ese Malecón que se desborda de olas agresivas ciertos días de invierno y de personas acaloradas y en busca de distracción en las noches veraniegas.

En una sociedad en la que el igualitarismo socialista se desvanece y que se va estratificando económicamente a una velocidad desconocida hasta hace muy pocos años, las posibilidades materiales de las gentes se van readecuando y los polos sociales se van distanciando. Una proyección evidente de esa naciente redistribución social se manifiesta en los sitios a los que acuden las personas según sus posibilidades económicas. En La Habana, una minoría favorecida se mueve entre paladares (restaurantes privados) y bares cada vez más lujosos, negocios nacidos al calor de una política más permisiva con la pequeña empresa privada, vencedora absoluta sobre la empresa estatal en la calidad de sus servicios: hoy, en La Habana, desde reyes foráneos hasta políticos (incluidos los norteamericanos), desde empresarios hasta turistas y esos cubanos financieramente favorecidos (más de los que cabría imaginar) pasan sus noches en sitios de gestión privada como La Fontana, El Patio de Liliam o La Guarida (restaurantes con años de existencia) o en El Cocinero, Estarbien o Vista al Mar (entre los de más reciente creación) o en bares de copas, sacados de revistas de diseño, ubicados en los sitios más atractivos de la ciudad.

Mientras tanto, una mayoría abultada de cubanos se mueve por lugares más discretos (o por ninguno, pues sus bolsillos no se lo permiten) y el Malecón parece ser el más recurrido, el mejor y último refugio. 

Entre un pasado congelado pero visible en una ciudad que físicamente se estancó hace sesenta años y un presente en evolución hacia una sociedad de formas y relaciones extrañas, La Habana vive su presente y mira con suspicacia hacia un futuro de momento impredecible... La Habana se ofrece entre la nostalgia, con sus símbolos sobrevivientes, y sus nuevos sitios de altas exigencias económicas, aunque siempre pasando por el espacio democrático y popular del muro del Malecón, sobre el que cada noche se sienta el corazón más verdadero de Cuba.


Ir a La Habana con Leonardo Padura
Por Rafael Acosta de Arriba

Ir a La Habana no es una novela ni un ensayo, ni una biografía al estilo tradicional. El último libro de Leonardo Padura revela de una manera muy singular los vínculos del autor con la ciudad donde nació y creció, en el barrio periférico de Mantilla. Es una larga confesión que el autor realiza desde diferentes ángulos y perspectivas. Anteriormente, en otros libros de ensayo y crónicas, y en numerosas entrevistas, había deslizado fragmentos biográficos, sentimientos y experiencias vitales, pero no con el detalle y la argumentación de este volumen publicado por la editorial Tusquets en 2024. 
El sentido autobiográfico de Ir a La Habana justifica con seguridad su sostenido éxito de ventas. Estuvo por más de diez semanas entre los diez más vendidos en España (en los libros de no ficción) el año pasado, lo cual es un buen indicador. El prestigio ya ganado por Padura funciona como el motor de arrancada, el resto lo pone la inteligente articulación de fragmentos de su vida, de la historia habanera y de su obra literaria. Padura materializa con este volumen otro ejercicio de apertura plena ante el lector. Ya lo había hecho en otras ocasiones como parte de un puente tirado sistemáticamente hacia las legiones de seguidores de su obra. Sin embargo, nunca como ahora ese ejercicio de desnudarse, de mostrarse con total transparencia, lo realizó con tanta minuciosidad y franqueza.
Existen algunos antecedentes que señalan la idea del libro en su proceso de gestación gradual. En 2019 Aurelia Ediciones publicó una selección de textos bajo el título La Habana nuestra de cada día, graficada como en el presente volumen, con fotografías del editor y fotógrafo Carlos Torres Cairo, en una suerte de homenaje de ambos creadores a los 500 años de fundación de la villa de San Cristóbal, asiento primigenio de la ciudad. 
En 2021, el mismo sello editorial publicó La ciudad y el escritor, transcripción de una extensa entrevista que le realizara al novelista el arquitecto Orlando Inclán, inicialmente con el propósito de su salida al aire en un programa en Habana Radio. Tiempo después, Padura siguió con la idea que condujo a Ir a La Habana, no sin antes convencer de la utilidad del libro a su editor español, Juan Cerezo, actualmente al frente del sello Tusquets. 
Es muy efectiva la manera en que se articulan y ensamblan los tres componentes principales que conforman Ir a La Habana: la literatura y la biografía del autor, en paralelo con la historia de la ciudad. En esa simbiosis y en el interés o expectativa de los lectores radican las cartas de triunfo del volumen.
La primera de las dos partes del libro, a mi juicio la más interesante, es una mezcla muy lograda entre opiniones actuales y momentos de la vida del escritor con los de la ciudad. Intercalados, se incluyen fragmentos de sus libros publicados. La segunda parte contiene textos de la época del periodismo literario o de investigación del autor; son algunos de los artículos que publicó en aquellas ediciones dominicales de Juventud Rebelde, muy esperados por los lectores durante los años ochenta del pasado siglo. Están acompañados de opiniones recientes de Padura. El Epílogo cierra con esta declaración descorazonadora sobre la ciudad y su suerte como ente viviente: “Pero los organismos vivos, como debe ser, corren diversos riesgos intrínsecos a su condición: enfermedad, afeamiento, envejecimiento. Su espíritu, por su lado, puede estar aquejado de depresión, desidia, deterioro moral. Y todos esos padecimientos, lamentablemente, hoy los sufre La Habana”.
Su discurso narrativo sostiene la reconocida vocación por la historia que ha caracterizado a Padura desde sus escritos iniciales, pero expresado ahora en clave vivencial. Así, el autor parte de un resumen de la historia habanera desde su fundación hasta nuestros días, en el que la vida de la ciudad portuaria, defendida por recias fortalezas coloniales, desfila aceleradamente y entronca con su etapa contemporánea. 
Hasta el decenio de 1950-1960 la ciudad disfrutó de un crecimiento significativo. Para Padura, es justo la década siguiente la que marca el inicio de las transformaciones de la vida en La Habana, que se pueden considerar como el comienzo de su penuria física. De ese decenio —él señala a 1968— con la denominada Ofensiva Revolucionaria, como el punto de inflexión, aunque ya se advertían en ese momento los efectos de la desatención  administrativa que cohabitaron con los años más pujantes de la Revolución llegada al poder el primero de enero de 1959.
Otro momento crucial en cuanto a sumar precariedades y agresiones de todo tipo a la ciudad fue la severa crisis de los años noventa, cuando el país cayó en un agujero negro producto de los efectos de la desaparición de la Unión Soviética y el desplome del denominado “campo socialista”.
De entonces al presente, la sociedad sufrió probablemente mucho más que nunca antes y la crisis pasó de ser económica y material a espiritual y moral, proceso que no se ha detenido hasta el presente, en el que el abuso de las drogas y  la creciente delincuencia, más la mala educación y grosería de muchos y la violencia verbal generalizada, han transformado radicalmente a una ciudadanía que no vivió anteriormente tales conductas en esas dimensiones.
Para mayor gravedad social, la emigración galopante, en grados nunca antes vistos, y sobre todo de jóvenes, hace que se mire con desesperanza el futuro inmediato. Todo estos hitos se aprecian en la narrativa del libro con suficiente argumentación. 
La Habana es recorrida en sus diferentes miradas y sentidos: villa, urbe, barrios, poblados, esquinas, una ciudad de las palabras o de la literatura (además de palabrera), con su sonoridad callejera y sus símbolos correspondientes, con su profundo y rico mestizaje; hay muchas referencias a La Habana del arte, en especial de la música, que tanto renombre y personalidad le otorgó siempre. Es una mirada poliédrica y plural a la capital del país. 
Pero en la lectura general se impone el balance lastimoso de su progresivo desgaste físico y moral y el análisis de las causas que lo provocaron. La mención a las labores de recuperación de la parte vieja o histórica de la ciudad, quizá el único oasis ante tanta desidia, tiene un espacio en las páginas y en los fragmentos intercalados de sus libros previos. 
En paralelo, el autor devela aspectos de su historia de vida, algunos ya referidos en otros libros, y marca los hitos que considera más importantes de su formación, familia, aporte social y comienzo de su obra literaria. No obstante, como ya se ha dicho, en esta ocasión la relación de su biografía con su ciudad ha sido más explícita.
La nostalgia, una nostalgia mezclada con un espeso sentimiento de angustia, parece ser otro de los elementos que integran con fuerza la estructura orgánica del volumen, una nostalgia que proviene de calibrar lo que de aquella ciudad de la infancia y juventud del autor ya no existe hoy, o existe sólo en su memoria. Ese sentimiento de pérdida y extrañamiento recorre transversalmente las páginas del libro. 
Cuando Padura se refiere a la sensación de “ajenitud” que experimenta hoy y que la redacción de Ir a La Habana potenció, se refiere al profundo dolor que ocasiona la pérdida de los valores arquitectónicos y humanos evidentes en la ciudad actual, comparada con la de seis décadas atrás. Y es que la ciudad experimentó, aún lo hace (y no parece haber un punto de detención de ese proceso), una degradación sostenida en cuanto a la indolencia institucional, la falta de recursos y, sobre todo, debido a la escasez de preocupación por revertir el deterioro, todo lo cual se refleja en su ruinoso aspecto.
Al autor le duele el estado actual de La Habana, su urbanidad extraviada, y a este reseñista le sucede igual y, según conozco, lo mismo les pasa a decenas de habaneros y cubanos llegados de otras provincias. Ni la celebración de los cinco siglos de la fundación de la añeja villa sirvieron para detener la catástrofe, porque de eso se trata, una catástrofe total. Padura describe esta situación con mesura, sin dejar de clavar las banderillas en el cuerpo de sus causas verdaderas.
El libro se lee con amenidad y provecho. Ayuda a complementar la obra y la imagen de Padura ante sus lectores. Por otra parte, no resulta un ejercicio baldío la relectura de aquellos textos periodísticos en los que el barrio chino de La Habana, Alberto Yarini, el proxeneta con aspiraciones políticas; Chano Pozo, el percusionista insuperable; el Chori y su extravagante talento de timbalero, la avalancha catalana a Cuba; las historias de los poblados Casablanca y El Calvario, entre otros, se someten de nuevo al escrutinio del lector cuarenta años más tarde de su primera publicación.
Son textos sumamente rigurosos en cuanto a la información que brindan y desplegados con la prosa amena y eficaz del buen periodista. Según ha revelado Padura en algunas de las entrevistas concedidas luego de la publicación del libro, probablemente algunos de esos textos se conviertan en un futuro en novelas o ensayos más extensos.
El libro es la expresión de una lacerante, pero fiel declaración de amor por La Habana. Ir a La Habana es, además, otra tentativa del autor por reflexionar acerca de la realidad de su país, por encontrar respuestas a las muchas preguntas que nos hace esa acuciante realidad. Desde la literatura, la nostalgia y la denuncia (que no la queja) Padura ha elaborado un edificio verbal que semeja un grito munchiano por la suerte de La Habana.

(Tomada de On Cuba)