Dragones de Marx o ¿es útil criticar a Trotsky?


El libro de Alejandro Horowicz Lenin y Trotsky. Los dragones de Marx fue uno de los títulos presentados en el III Evento León Trotsky. La reseña que hoy publicamos es el texto íntegro que el historiador cubano y coorganizador de dicho encuentro leyó en la presentación. Se incluye la entrevista dedicada a Los dragones... que el periodista argentino, Diego Rojas, fallecido en marzo pasado, realizara a Horowicz. Cabe destacar que fue el último trabajo de Diego Rojas. Al final de ambos textos se encuentra el video que recoge la presentación del libro de Horowicz en el evento.


En la película de María Luisa Bemberg, De eso no se habla, el protagonista, interpretado por Marcelo Mastroiani, decide casarse con una enana. Nadie del entorno habla sobre la peculiar pareja y todo parece estar bien hasta cuando el circo visita al pueblo donde vive Mastroianni con su pequeña esposa y, la enana decide irse con el equipo circense. Silenciar situaciones polémicas solo provocan resultados negativos y esto es una tendencia en casi todas las historiografías. 

Las críticas al estalinismo que no provienen del marxismo tienden a ser propaganda anticomunista. Las críticas a Trotsky que no provienen del marxismo antidogmático, parten casi siempre desde discursos estalinoides, y en el mejor de los casos, se construye entre anarquistas, comunistas de izquierda -Panekoek, Ruhle y compañía-, o sus continuadores, quienes incluso en algún momento se hicieron llamar comunistas “antibolcheviques”. Por demás, si alguien señalara que Rosa Luxemburgo en su texto La Revolución rusa critica a Trotsky, cometería una no menor inexactitud pues en realidad los señalamientos del mencionado folleto no van contra una persona en sí, sino que se enfocan en el gobierno bolchevique. 

Entonces, salta una pregunta necesaria ¿Dónde encontrar esos textos que analizan los errores de Trotsky sin ser publicaciones estalinoides, anarquistas o ultraizquierdistas, pero tampoco suavizados por el afecto positivo de la militancia trotskista? Cuando se revisa el estado del arte sobre el tema, echando a un lado los textos filoestalinistas, los anarquistas y los comunistas de izquierda, el interesado se encuentra con un gran vacío ¿Cómo acceder desde un marxismo revolucionario al periodo en que Trotsky estuvo alejado, incluso enfrentado a Lenin, dígase entre 1903 y 1917? ¿Qué sucedió en el pensamiento de Trotsky durante ese periodo donde la mayor parte de las veces estuvo sin partido, aunque siguió siendo una de las más grandes voces revolucionarias de Europa? 

Cabe entonces también preguntarse para qué detenerse en ese periodo de Trotsky donde afloran no pocos puntos débiles en quien sería el segundo hombre del Partido Bolchevique -cuando durante más de una década no fue bolchevique-. Pues, entre otras cosas, y aunque parezca paradójico, sirve para defender a Trotsky. Las calumnias sobre Trotsky no han cesado. De una manera u otra siguen construyéndose cotidianas campañas en su contra y saber discernir entre las falsedades y los verdaderos errores es un instrumento fundamental para poder comprender y defender a Trotsky ¿por qué caer en la misma ceguera del estalinismo y de quienes idolatran a sus líderes o a su partido? Construirse un pensamiento marxista antidogmático implica entender que no existe ningún líder infalible: y esto también aplica para Trotsky. 

En ese amplio espectro político que es la izquierda crítica cubana, es común escuchar una frase: no hace falta ser trotskista para leer a Trotsky; y esta proviene de quienes devoran metódicamente La Revolución traicionada, no ya como curiosidad intelectual, sino para explicarse la realidad cubana. Es una idea revolucionaria, construida desde y por quienes conocen el peligro de la idolatría política y saben que, no existe un marxismo, sino los marxismos. Y es que a la izquierda crítica cubana no le satisfacen silencios, ni justificaciones. Pero esto también sucede con los miles de jóvenes que comienzan a interesarse en Trotsky. Algunos, asumirán disciplinadamente no hablar del tema -los 14 años del Trotsky no bolchevique-, pero a otros les quedará la duda -y aunque cuestionar lo establecido es revolucionario, la duda mal satisfecha puede conducir a caer en brazos de la reacción-.

Entonces, en medio de un momento de crisis, donde la ultraderecha se ha hecho del gobierno en Argentina y el anticomunismo se expande en Cuba -hijo no reconocido de la burocracia restauracionista- aparece este libro del historiador argentino Alejandro Horowicz: Lenin y Trotsky. Los dragones de Marx

Aunque no es el único tema que aborda el texto, el libro gira en torno a ese periodo controversial en la vida de Trotsky. Horowicz tiene un herético doble beneficio: ser marxista antiestalinista, pero no milita en ninguna organización trotskista. 

Todo el libro está cargado de metralla antiestalinista. No se salva el estalinismo ni en una palabra. Horowicz lo señala como tal: el estalinismo es contrarrevolucionario. De hecho, concluye el libro diciendo: “los herederos políticos de Stalin y la nomenclatura -la burguesía mafiosa- gobierna Moscú” (Horowicz, 2024, 444). Horowicz apoya todo el libro en una lógica antiestalinista: “la revolución socialista (...) nunca puede constreñirse (...) al marco nacional sin ser aplastada" (Horowicz, 2024, 238). Es la política original del bolchevismo en el poder y la consigna de la Revolución mundial que llevará Trotsky hasta su muerte. Pero no es solo un slogan: se ha visto en el siglo XX que las revoluciones contemporáneas tienden a morir más por “constreñirse (...) al marco nacional” que por caer bajo las bayonetas burguesas. Consecuentemente, Horowicz reconoce en Trotsky uno de los dragones que Marx esperó cosechar -haciendo alusión a la frase donde el autor de El Capital se lamenta de haber cosechado pulgas, cuando sembró dragones-. Es decir, el autor parte de una trinchera ideológica: Trotsky es un dragón revolucionario y Stalin una pulga contrarrevolucionaria. 

Pero esto no provoca que Horowicz haga una tierna presentación sobre el periodo -1903 a 1917- donde Trotsky decide alejarse de Lenin. No se olvide cuándo sucede este distanciamiento: es justo en el congreso donde nace el bolchevismo como grupo político. Horowicz explicará detenidamente la desacertada decisión de Trotsky -sobre la cual Lev Bronstein hace un repaso en su autobiografía Mi Vida-. Si alguien tiene alguna duda de por qué sucedió la ruptura entre Lenin y Trotsky, lo aclarará en este libro de Horowicz. Las causas van mucho más allá de la mezquindad de Plejánov o el principismo de Trotsky al no entender la decisión de Lenin en el congreso de 1903. Las causas del cisma, es decir: el nacimiento de bolcheviques y mencheviques, van más allá de decisiones movidas por el afecto.

Pero al mismo tiempo Horowicz también se detiene en el aspecto personal, sobre todo, en la formación de Lenin. El lector puede recordar entonces un libro en el que también aparece un Lenin humano, autoría de Tariq Alí: Los dilemas de Lenin, pero, en ese caso, será una humanidad inesperada y quizá menos querible -¿Inessa Armand?-. Aquí, en Los dragones de Marx, aparecerá insistente la presencia subjetiva de “el hermano ahorcado”: Alexander Ilich Ulianov, a quien Horowicz sabrá oportunamente llamar por su diminutivo ruso: Sacha. Oportunamente, porque entonces “el hermano ahorcado” toma cuerpo y no queda, como en la mayoría de las historiografías, relegado al plano anecdotal donde un tal Alexander Ulianov, revolucionario que atentó contra la vida del zar Alexander I, fue ejecutado por las autoridades rusas. Pero tampoco es sobrecargar a Sacha: no es darle esa responsabilidad única como lo hacen los textos burgueses en los cuales Lenin no es más que un resentido odiador buscando a toda costa la venganza de su hermano mayor, ahorcado por el zarismo. Incluso, casi al final del texto, Horowicz critica: “es preciso que la biografía no naufrague en la historia, para que la historia no se resuelva biográficamente. (...). Sostener que los sucesos (la marcha de la revolución, por ejemplo) dependen de la excepcionalidad de los partícipes contiene una lectura romántica” (Horowicz, 2024, 364). Sin embargo, salta la pregunta provocadora ¿qué hubiera sucedido si Fidel Castro habría muerto en uno de los tantos atentados fraguados en su contra? Posiblemente si hubiese sido ya burocratizada la revolución -¿1975?- no habría tenido gran cambio, pero si hubiera muerto en marzo de 1959, tal vez el proceso cubano nunca se habría proclamado socialista -como sucedió en 1961-. 

Al mismo tiempo, quizá sin proponérselo, Horowicz deja huellas para un revolucionario: Lenin está obsesionado en no dejar pasar el momento histórico; “escribe diariamente publicara o no” (Horowicz, 2024, 135) ¿Acaso no es esa la metodología y meta de quienes se asumen comunistas: hacer la revolución? y ¿se puede hacer la revolución solo con la consigna coyuntural? La ignorancia de Stalin -queda claro en el libro- mezclada con su sabiduría empírica, lo conduce a nunca ver la revolución, pero sí la oportunidad de ascender en la jungla burocrática. Stalin es un provinciano que busca conservar lo logrado o solo avanzar cuando no hay ningún riesgo. Lenin, como dice insistentemente Horowicz, tiene un mapa bien claro -y amplio- de la realidad política, pero sabe que puede ser fusilado.

He aquí otro mérito del libro, más allá de los análisis sobre los puntos débiles de Trotsky entre 1903 y 1917, Horowicz nos recuerda que Trotsky cumplió un rol fundamental, no solo dirigiendo la toma de Petrogrado, para que la propuesta insurreccional de Lenin fuera aceptada en el Partido Bolchevique. Horowicz nos recuerda que Zinoviev y Kámenev, así como Stalin -y la mayoría de la dirección bolchevique- se oponían timoratamente a la insurrección. Lenin estaba en minoría y solo con la entrada de Trotsky y su grupo se logró avanzar hacia la toma del Palacio de Invierno. Apunta Horowicz: “Es posible organizar dos bandos frente a Octubre: los arrastrados por Lenin y Trotsky, en compañía de millares de militantes decididamente revolucionarios; y los que se dejaron arrastrar ofreciendo más o menos resistencia”. (Horowicz, 2024, 268). Es decir, sin Trotsky, la Revolución de Octubre quizá hubiera sido en enero, y al pasar el momento histórico, derrotada por algún Kornílov. Este punto de inflexión en la historia -y también en el libro- apuntala algo en lo que el autor insiste durante todo el texto: “si el leninismo queda reducido al perfecto acuerdo con Lenin, directamente no existe” (Horowicz, 2024, 78).  

Sin embargo, al mismo tiempo funciona como vaso comunicante hacia otro aspecto en el cual se detiene Horowicz: ni para Stalin, ni para buena parte de la dirección bolchevique, la decisión fundamental de Trotsky en el triunfo de la revolución borrará su pasado fuera del bolchevismo. No solo estuvo los primeros catorce años del bolchevismo fuera, sino que precisamente rompe con Lenin cuando nace la fracción bolchevique. Al respecto, Horowicz insiste: el Trotsky del último exilio no logra explicar su división con Lenin. Siendo perseguido por Stalin, a Trotsky no le es conveniente detenerse en las diferencias con el máximo líder de la Revolución bolchevique. Ya basta con la maquinaria estalinista en su contra como para intentar explicar un largo periodo complicado, en el cual, aunque nunca fue menchevique, estuvo cercano a la fracción conducida por Mártov. 

“La historia no tiene marchas ineluctables”, sentencia Horowicz, enfrentando esa posición mesiánica de que, inevitablemente triunfará la revolución mundial. 

Cuando Rosa Luxemburgo decía socialismo o barbarie se refería no ya a la disposición de triunfar o destruir todo, sino que, de no triunfar el socialismo, todo será destruido por el capitalismo. Es algo que incluso lo tienen claro quienes, defendiendo la propiedad comunal de la tierra, en la diminuta Barbuda se enfrentan al actor yanqui Robert De Niro, atacando lo que ellos dan en llamar el “capitalismo del desastre”. Ese desastre, climático, económico, social ¿se puede detener con una revolución? ¿o la pregunta trae la respuesta implícita: la revolución socialista solo es quien puede detener el desastre del capitalismo? En consecuencia, llega otra duda: ¿se puede hacer una revolución desde la legalidad? He ahí otro de los tópicos que saltan en el libro: los mencheviques -y Trotsky- se oponían a la línea leninista de, paralelo al partido legal, construir el aparato clandestino. Horowicz no solo pone en letra de molde el desacuerdo, sino que lo desarrolla como si quizá quisiera traerlo a la actualidad. Si un estallido social derroca a Milei ¿los partidos trotskistas argentinos estarán dispuestos a tomar el poder, o en el mejor de los casos dirán que en realidad son las Jornadas de Julio de 1917 donde Lenin se niega a apoyar el levantamiento obrero de Petrogrado porque entendió que las condiciones no estaban dadas? Esa será una prueba de fuego para los trotskismos de Argentina, como lo fue para todos los socialistas rusos de 1917 ¿y mediante una revolución se puede tomar el poder sin romper con la legalidad? Hay una gran diferencia entre Estado y gobierno. La comodidad del parlamento -legal- nunca serán las adversidades de la revolución triunfante, donde todo, inexorablemente, es destruido: la burguesía prefiere hundirlo todo, antes de perderlo todo. Es una clase que siempre se sabe en peligro de extinción. Los timoratos hábiles quieren conservar algo del viejo orden. Los revolucionarios se lanzan a destruir la destrucción para construir al mismo tiempo. La ilegalidad juega un papel fundamental.

Por último, dos apuntes de estilo: El primero ¿Es Lenin y Trotsky continuación de El huracán roja 1789-1917, también autoría de Horowicz? El autor de ambos textos confiesa que el lector no está obligado a hacerlo. Si bien es cierto que Los dragones de Marx es una pieza independiente de El huracán rojo, los primeros capítulos, centrados básicamente en la Comuna de París y sus repercusiones en la Revolución rusa, hacen que el lector sienta la necesidad de leer el texto de Horowicz que cronológicamente precede a su Lenin y Trotsky. Destaca en el espacio dedicado a la Comuna de París el respeto de Marx hacia los comuneros, a pesar de las diferencias, lo cuales no hace sino pensar en cómo la Unión Soviética estalinista avasalló e intentó destruir toda variante revolucionaria fuera de su órbita. Apunta Horowicz: “Marx no propuso tomar el poder a los comuneros de 1871, todo lo contrario; pero cuando lo hicieron no hizo valer sus diferencias dado el respeto que inspiraba esa nueva modalidad de lucha” (Horowicz, 2024, 143).

El segundo apunte de estilo es la narración: Horowicz dialoga, incluso, pareciera en ocasiones querer librarse del ensayo. Sin hacer concesiones llega a decir que no espera a un público versado en Lenin; pero para cuando haga esta aclaración, ya el lector habrá recorrido la cuarta parte del texto. Por último, quiero destacar otra vez que silenciar polémicas solo ayuda al adversario y en este caso, al estalinismo, que ha manipulado a su favor, y en detrimento de los marxistas revolucionarios, los catorce años de Trotsky sin Lenin.


Entrevista de Diego Rojas a Alejandro Horowicz publicada en Infobae el 1 de mayo de 2024.

Alejandro Horowicz explora la “superioridad estratégica” de Lenin como pensador político


El ensayista acaba de publicar su abordaje historiográfico del líder de la revolución rusa. “Un gran jefe es el resultado de un enorme trabajo político, no de una peculiaridad de la personalidad”, afirma.


Pocas veces sucede que un libro muy potente aparezca en las librerías con una pátina de intensa actualidad y que, a la vez, explore un pasado que muchos dan por clausurado ya por siempre. Tal es el caso de Lenin y Trotsky, los dragones de Marx, escrito por Alejandro Horowicz y publicado por Crítica (Planeta): una rara avis. Sobre todo porque es uno de los pocos libros publicados a 100 años del fallecimiento de Vladimir Ulianov, Lenin, el jefe máximo de la revolución rusa, el hombre que instauraría la posibilidad del socialismo en el planeta Tierra, ya sea como promesa o como amenaza.

Uno de los epígrafes del libro, “He sembrado dragones y cosechado pulgas”, lleva la firma de un compungido Karl Marx. El texto, sin embargo, refuta ese lamento: por el contrario, explica la genialidad estratégica de Lenin y de una era en la que las transformaciones trascendentales estaban a la hora del día. El libro también se ocupa de los debates interminables entre Lenin y Trotsky, figuras centrales de la República de los Soviets: debates enojosos, felices, leales, desleales y finalmente venturosos.


—¿Que lo impulsó a llevar adelante esta investigación sobre una forma de historia que muchos dan ya por perdida?

—La idea de una historia perdida es la idea de que el pasado está enterrado y no tiene relación con el presente. La idea de que la historia es una fuente de enseñanzas morales en el mejor de los casos y un conjunto de hechos irrepetibles en el peor, y por tanto una especie de adorno erudito. No comparto esta idea, esta lectura de la historia. En primer lugar conviene entender que la historia siempre se nos presenta como un problema irresuelto, y cuando eso se manifiesta con un incierto hilo de continuidad —como es este el caso—, visitar la historia es alumbrar las respuestas que ese pasado permitió formular leídas en clave de este presente. De modo que visitar el pasado tiene un sentido muy riguroso: permite establecer la concatenación viva entre ambos términos.


Vivimos en el presente y buceamos en el pasado para reformular las preguntas sobre aquel entonces, argumentó Horowicz, “y esas preguntas son las que nos permiten entender de otro modo todo el debate anterior”. En este caso, Lenin y Trotsky, quienes en su libro presentan el problema de la revolución. Un problema que parece clausurado, insistió, en tanto no se avizora una revolución a la vista. “Sin embargo, es evidente que la intensidad y la calidad de la crisis histórica que afecta al capitalismo como un orden global nos hacen saber que esta lectura tiene algo de siniestro”, agregó. “Quien sostenga que no hay en el pasado ningún elemento que nos permita iluminar de otro modo este presente, sostiene que este presente no tiene más camino que la catástrofe en curso”.

En esas circunstancias, Lenin y Trotsky, los dragones de Marx mira atrás para replantear los problemas de las condiciones de una transformación radical: “Lenin y Trotsky nos hacen ver la posibilidad de un orden social y político distinto. Es decir que la historia no se ha terminado. La idea de que la historia se terminó es, exactamente, la idea de que nuestra catástrofe es irresoluble”.

—Usted también repasa décadas de discusiones entre ellos acerca del rumbo de la revolución, que finalmente serían saldadas con el establecimiento del poder de los soviets en la Unión Soviética. Sin embargo, es clara una noción de gran jefe en la figura de Lenin. ¿Se podría señalar esto como una de sus aseveraciones?

—Sí, entendiendo que un gran jefe es el resultado de un enorme trabajo político, no de una peculiaridad de la personalidad. Es evidente que también se requieren virtudes personales, pero no basta con ellas. A Trotsky no le faltan virtudes (puede aprender en un rato un asunto como la estrategia superior, cosa que no es para cualquiera), pero Lenin sabe que nadie está preparado, y que él tampoco lo está. Apoyado en una enorme aptitud para manejar hombres, se constituye sobre el arco de una rigurosa capacidad para entender todas las variables de un problema político. Por eso pudo participar desde el periódico Iskra hasta la fracción bolchevique; entender cuando era insuficiente y abrir el portón del Sexto Congreso Socialdemócrata sin que el viejo arco se rompiera.

En el libro aparecen dos cuestiones que no es común abordar en otros estudios anteriores sobre este periodo: los trabajos de Marx sobre el modo de producción asiática, que realizó de manera secreta, y el valor que Lenin le daba a los antecedentes de lucha de la organización populista Narodnaïa Volia. El hermano mayor de Aleksandr, había participado del grupo anarco-nihilista, cuyo nombre significaba Voluntad del Pueblo, y el 11 de marzo de 1887 atentó contra Alejandro III debía morir. El zar sobrevivió pero Aleksandr fue ahorcado dos meses más tarde.

Horowicz analizó cómo esos y otros factores influyeron en la evolución posterior del pensamiento socialista de Lenin. Entre los que escribían en Iskra, señaló como ejemplo, todos —excepto Lenin— tuvieron contactos directos con otros grupos, “empezando por [Gueorgui] Plejánov, que él mismo fue naródniki”. Naródnik significa populista, y el movimiento decimonónico fue una amalgama de corrientes políticas tan diversas como marxistas revolucionarios, nihilistas radicales y anarquistas proclives a la conspiración y los actos terroristas. A pesar de sus diferencias programáticas, compartían el rechazo al zarismo y el ideal socialista.

“Antes de la constitución de la socialdemocracia como partido, todo el movimiento socialista estaba estrechamente vinculado a los naródniki”, detalló. “Además, la relación entre las dos cosas es que Lenin tiene una máxima flexibilidad, cosa que no tiene Plejánov, y por cierto no tiene Trotsky. En Lenin la comprensión de los distintos modos y métodos de lucha y de la necesidad de articularlos entre sí es tanto el resultado de una conceptualización como el resultado de una práctica empírica. Sostener una fuerza política mientras se expande en un proceso revolucionario no es particularmente complejo: el asunto es sostenerla cuando el proceso refluye y un montón de estos integrantes ya no aportan a la sociedad democráticamente constituida. Stalin se ocupó de quebrar esa relación definitivamente y nunca más se reconstituyó.

—Cuando Lenin formula las Tesis de abril, donde define la toma del poder en la Rusia de los zares, dos viejos compañeros las rechazan y las denuncian. Lenin entonces se apoya en Trotsky. Usted plantea que esa toma del poder obligaba a Europa a posicionarse sobre la revolución. ¿Cómo se llega a esta planificación que habría sostenido Lenin, apoyado por Trotsky?

—La pregunta sobre cómo Lenin llega a elaborar este problema es clave y muestra la diferencia entre él y el resto del pensamiento socialista, sobre todo el de la segunda internacional. Tiene que ver con la noción de madurez histórica. Cuando Karl Kautsky pensaba la madurez histórica, pensaba en que la presencia proletaria en la pirámide poblacional era decisiva: que el proletariado era, como clase social, no solo el elemento central en la dinámica de la lucha política sino además el elemento hegemónico en la vida real de una sociedad. Y medía esto cuantitativamente: cuántos son los obreros, dónde están ubicados, cómo son las ramas de producción, la concentración, etc. Un relevamiento sociológico mucho mas próximo al modo de pensar de Max Weber que al de Lenin.

—Lenin ve un enfrentamiento.

—Lenin planteaba términos de guerra. Su pregunta por la madurez política no estaba determinada por cuántos obreros había sino por qué lugar la cadena se volvía más débil, no por un abstracto desarrollo de las fuerzas productivas sino por el concreto desarrollo de la lucha de clases. Es la lucha de clases aquello que define la madurez o la inmadurez del proyecto político. Por supuesto, otras clases están también interesadas, y en la gramática de la revolución democrática radical que define Lenin participan un conjunto de clases revolucionarias con la hegemonía proletaria. Pero eso no es una definición a priori, sino una conquista a alcanzar. Trotsky tiene el axioma de la hegemonía proletaria; Lenin tiene el mapa que hace posible esta hegemonía y las tareas que garantizan que pueda alcanzarse.

—Trotsky y Lenin no saldaron algunos debates que probablemente abrieron el camino a que Stalin se hiciera con el poder total en lo que sería luego la Unión Soviética. Esos debates siguen sin saldarse. ¿Cómo los caracterizaría? ¿Siguen existiendo trotskistas, siguen existiendo leninistas? Y a pesar de que parecemos estar en una etapa de deflación revolucionaria, usted decía que aún existen posibilidades de transformar la historia. ¿Quedan todavía debates para ser saldados a fin de encontrar una forma de llevar adelante la revolución tal como no se pudo hace más de 100 años?

–En ciencias duras, en un debate hay una demostración y el conocimiento avanza por esa ruta; salvo que una nueva conceptualización saque algún punto del pasado y lo reubique, el debate ha sido saldado. En cambio, en la lucha política saldar un debate no es simplemente “tener razón” en un determinado momento. Desde ese punto de vista es muy evidente la superioridad estratégica de Lenin sobre cualquier pensador político del siglo XX. Pero el problema es que esta fenomenal actitud de Lenin fue derrotada. En esas condiciones no se puede sostener que un debate ha sido cancelado porque Lenin pensó que era lo mejor en ese momento.

Cuando uno mira la revolución cubana, comprende que no tiene madurez histórica si se la mide, por ejemplo, con una revolución similar en Brasil o en Argentina. Sin embargo, la revolución cubana pone en jaque a los Estados Unidos y plantea el problema del socialismo en la historia de América Latina. Lenin tuvo razón en determinadas condiciones históricas: no bien se plantee un conflicto del mismo orden, pues veremos de nuevo la cuestión. Ucrania nos hace saber que la guerra es posible de nuevo en Europa y que la OTAN está en guerra y que va perdiendo. ¿Esta guerra va a abrir o no curso a un conflicto de otro carácter? Por ahora no ha abierto ningún otro, pero nos conviene recordar que hasta 1917 la Primera Guerra Mundial tampoco lo hizo. El debate solo se salda cuando los problemas históricos que lo suscitaron son superados. De lo contrario, no se salda.