Una cuestión de táctica

 Rosa Luxemburgo



¿Deben las organizaciones marxistas ser parte de los parlamentos burgueses? ¿Deben las organizaciones marxistas ser ministros en un Estado capitalista, o sea formar parte de un gobierno burgués? Ahora que la centroizquierda vuelve a ser gobierno en Latinoamérica, y en homenaje a Rosa Luxemburgo quien un 15 de enero sería asesinada, reproducimos este artículo fundamental para recordar cuál debe ser la postura de una organización marxista ante el Estado burgués.


Una cuestión de táctica*

Por Rosa Luxemburgo

La entrada de Millerand al gabinete gubernamental de Waldeck-Rousseau merece ser estudiada en términos de la táctica y los principios, tanto por los socialistas franceses como por los socialistas de otros países. La participación activa de los socialistas con un gobierno burgués, es en todo caso, un fenómeno que va más allá de la actividad habitual del socialismo ¿Se trata aquí, de una forma de actividad tanto oportuna como justificada por y para los intereses del proletariado, como por ejemplo, la actividad en el Parlamento en los Consejos municipales o, por el contrario, de una ruptura con los principios y táctica Socialista? ¿O bien la participación de los socialistas en el gobierno burgués no es más que un caso excepcional, admisible y necesario bajo ciertas condiciones, condenable y nefasta en otras?

Desde el punto de vista de la concepción oportunista del socialismo tal como se manifiesta en los últimos tiempos en nuestro partido y particularmente en las teorías de Bernstein -es decir, desde el punto de vista de la introducción gradual del socialismo en la sociedad burguesa- la entrada de elementos socialistas en el gobierno debe parecer como algo tan deseable como natural. Si, por un lado, logramos hacer penetrar poco a poco pequeñas dosis de socialismo en la sociedad capitalista y si el Estado capitalista pasa poco a poco, a transformarse en un Estado socialista, la admisión, cada vez más amplia, de socialistas en seno del gobierno burgués, seria incluso una consecuencia natural del desarrollo progresivo de los Estados burgueses, que correspondería totalmente a su pretendida evolución hacia una mayoría socialista en los órganos legislativos.

Por tanto, si la participación ministerial Millerand concuerda bien con la teoría oportunista, no cumple más que con la práctica oportunista. La obtención de resultados inmediatos y tangibles, por cualquier medio, constituye el hilo conductor de esta práctica, la entrada de un socialista en el gobierno burgués debe parecer a los “políticos prácticos” como un éxito inapreciable. Sin embargo, un ministro socialista no podría hacer más que solo pequeñas mejoras, endulzamientos y reacomodos de todo tipo.

Si, por el contrario, se parte desde el punto de vista de que la introducción del socialismo sólo puede ser considerado después de la destrucción del sistema capitalista, y que la actividad socialista, se reduce ahora a la preparación objetiva y subjetiva desde este momento de la lucha de clases, se plantea la cuestión de otra manera. Está claro que la socialdemocracia, para llevar a cabo una acción eficaz, debe ocupar todos los puestos disponibles en el Estado actual y debe ganar terreno en todas partes. Pero siempre a condición que estas posiciones permitan desarrollar la lucha de clases -la lucha contra la burguesía y su Estado-.

Sin embargo, para este punto de vista, hay una diferencia esencial entre las legislaturas y el gobierno de un Estado burgués. Mientras que en el Parlamento, los elegidos por los trabajadores no logran hacer valer sus reivindicaciones, al menos podrían continuar la lucha persistiendo en una actitud de oposición. En el gobierno, por el contrario, que se encarga de hacer cumplir las leyes, la acción, no tiene lugar en su marco, para una oposición de principio, él debe actuar de manera constante y por cada uno de sus órganos, debe por lo tanto, aun cuando esté compuesto por miembros de distintos partidos, como lo es en Francia desde algunos años donde hay ministerios mixto, tener constantemente una base de principios comunes que le den la posibilidad actuar, es decir, la base del orden existente, en otras palabras, la base del Estado burgués. El representante más extremo del radicalismo burgués de hecho, puede gobernar al lado de los conservadores más reaccionarios. Por tanto para un adversario radical del sistema actual se encuentra ante la siguiente alternativa: o bien cada momento hacer oposición a la mayoría burguesa en el gobierno, es decir, no ser un miembro activo del gobierno, obviamente esto crearía una situación insostenible obligando a sacar al miembro socialista del gobierno, o bien tendría que colaborar, realizando las funciones diarias requeridas para el mantenimiento y el funcionamiento de la máquina estatal, es decir, de hecho, no ser un socialista, al menos en el contexto de sus funciones gubernamentales.

Aunque el programa de la socialdemocracia contiene muchas afirmaciones que podrían -abstractamente hablando- ser aceptadas por un gobierno o un parlamento burgués. Por tanto, cabe imaginar a primera vista que un socialista, puede en el gobierno, así como el parlamento, servir a la causa del proletariado esforzándose por arrancar en su favor todo que sea posible obtener en el ámbito de las reformas sociales. Pero, de nuevo, aparece un hecho que siempre olvida la política oportunista, el hecho de que en la lucha de la socialdemocracia, no es el qué sino el cómo lo que importa. Mientras los representantes de la socialdemocracia están tratando de lograr en los órganos legislativos reformas sociales, ellos tienen todas las oportunidades de su oposición simultánea a la legislación y al gobierno burgués en su conjunto -que encuentra su expresión manifiesta en el rechazo del presupuesto, ejemplo- también de dar su lucha por reformas burguesas un carácter socialista y principal, el carácter de una lucha de clases proletaria. Por el contrario, un socialdemócrata que está tratando de introducir las mismas reformas sociales en tanto que miembro del Gobierno, es decir, apoyando al mismo tiempo al Estado burgués, en realidad está reduciendo su socialismo (diciendo las cosas lo mejor posible) a un democratísimo burgués o una política obrera burguesa. Así, mientras que el aumento de los socialdemócratas en las representaciones populares permitió el fortalecimiento de la lucha de clases, su penetración en el gobierno sólo puede traer la corrupción y el desorden en las filas de la socialdemocracia. Los representantes de la clase obrera no pueden, sin negar su razón de ser, entrar en un gobierno burgués más que en un solo caso: para tomarlos y transformarlo un gobierno de la clase trabajadora adueñándose del poder.

Sin duda puede haber en la evolución, o más bien en la decadencia de la sociedad burguesa, los momentos finales cuando la prosa de poder por parte de los representantes del proletariado no es aún posible, y donde, sin embargo, su participación en el gobierno burgués aparece como necesario: por ejemplo cada vez que de la libertad del país o de los logros democráticos, como la República, en un momento donde el gobierno burgués estaría precisamente muy comprometido y ya demasiado desorganizado para determinar, sin el apoyo de los diputados obreros, a la gente a seguir. En estos casos, por supuesto, los representantes de los trabajadores no tendrían derecho, por amor a los principios abstractos, a negarse a defender la causa común. Pero incluso en este caso, la participación de los socialdemócratas debe practicarse en formas que no dejan a la burguesía ni la gente la más mínima duda sobre el carácter pasajero y el objetivo exclusivo de su acción. En otras palabras, la participación de los socialistas en el gobierno no debe, ir hasta la solidaridad, en general, con la actividad y la existencia de este último. No parece que tal situación este presente precisamente en la Francia de hoy. Los partidos socialistas habían expresado su voluntad, al principio, y sin considerar la participación ministerial, para apoyar a cualquier gobierno verdaderamente republicano. Pero ahora, después de la entrada de Millerand al gabinete gubernamental, entrada que se celebró en todo caso, sin el consentimiento de sus colegas, este apoyo es alarmante, en parte, para los socialistas.

De todos modos, no nos corresponde a nosotros juzgar el caso especial del Gabinete Waldeck-Rousseau, sino deducir de nuestros principios básicos una norma general de conducta. Desde este punto de vista, la participación socialista en los gobiernos burgueses parece ser una experiencia que solo puede terminar en gran detrimento de la lucha de clases.

En la sociedad burguesa, la socialdemocracia, por su propia naturaleza está destinada a desempeñar el papel de un partido de oposición, ella no puede acceder a gobierno más que sobre las ruinas del Estado burgués.

*Publicado por primera vez en el Leipziger Volkszeitung, el 6 de julio de 1899. La presente publicación ha sido tomada de Marxist International Archive


Nota de la editorial

Debe recordarse que cuando Rosa Luxemburgo empleaba el término socialdemocracia lo hacía queriendo decir socialista. Este uso del término socialdemocracia era el que se empleaba entre la izquierda europea de fines del siglo XIX y hasta el triunfo de la Revolución bolchevique, cuando la mayoría de la socialdemocracia se ubicó definitivamente al lado de la concepción oportunista criticada por Rosa Luxemburgo en este artículo. A pesar de que la socialdemocracia entró en crisis definitiva cuando sus partidos apoyaron a los Estados capitalistas en la Primera Guerra Mundial, su proceso de degeneración política venía teniendo lugar desde finales del siglo XIX. Cabe señalar que hasta marzo de 1918 el partido dirigido por Lenin se llamó Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (bolchevique). Fue el 8 de marzo de 1918 -a cuatro meses del triunfo de la Revolución-, en la conclusión del VII Congreso del POSDR cuando se decide abandonar el término socialdemocracia y cambiar a Partido Comunista (bolchevique). Lenin no solo no renunció al empleo del término socialdemocracia hasta 1918, sino que además durante la conferencia celebrada en Praga en 1912 aseguró que solo los bolcheviques podían representar al POSDR. Tras la fundación de la Internacional Comunista en enero de 1919, el uso del término comunista que había sido abandonado tras la muerte de Marx, volvió a ser el adjetivo con el cual se denominaron la mayoría de las nuevas organizaciones marxistas nacidas después de la Revolución bolchevique. Es por eso que nos llamamos Comunistas, somos Comunistas y seremos Comunistas. La burocracia cubana mucho se alegraría de que cambiáramos nuestro nombre: les aterra que les critiquen desde el marxismo. Precisamente es la burocracia del Partido Comunista de Cuba la que cada vez más renuncia al uso del término comunista y deja de mencionar en sus discursos verdaderas consignas marxistas, limitándose a lemas nacionalistas o incluso el empleo de eslóganes patéticos como “amamos el amor y odiamos el odio”. Este último caso es un claro ejemplo de los continuos intentos que hace la burocracia cubana por presentarse como un gobierno por encima de las ideologías.