(Des)encuentros entre Gramsci y Bourdieu


Por Michael Burawoy

Traducción: Rolando Prats

Tomado de Jacobin Latinoamericano. Ilustración: La Izquierda Diario.


En un nuevo aniversario del nacimiento del pensador marxista italiano Antonio Gramsci, comenzamos con la publicación de un dossier con textos inéditos en castellano sobre el autor y su obra. Hoy, un cruce de sus elaboraciones con las del sociólogo francés Pierre Bourdieu.

 

Sería fácil enumerar los rasgos del modo de vida de las clases dominadas que, a través del sentimiento de incompetencia, de fracaso o de indignidad cultural, conllevan una forma de reconocimiento de los valores dominantes. Fue Gramsci quien dijo en algún lugar que el trabajador tendía a llevar consigo sus disposiciones de ejecutante a todos los ámbitos de la vida.(Pierre Bourdieu, La distinction, 1979, p. 448 ; 2012, p. 432)*

Es como cuando en estos días la gente se pregunta por mis relaciones con Gramsci —en quien descubren, probablemente porque [no] me han leído, un gran número de cosas que pude encontrar en su obra sólo porque no lo había leído… (Lo más interesante de Gramsci, a quien, de hecho, no leí hasta hace muy poco, es la forma en que nos proporciona los elementos básicos para una sociología del hombre de aparato del partido y de los dirigentes comunistas de su época —todo lo cual está muy lejos de la ideología del “intelectual orgánico” por la que es más conocido.) (Pierre Bourdieu, Choses dites, 1987, p. 39).

Es esa una razón más para hacer que el corporativismo de lo universal tenga como fundamento un corporativismo orientado a la defensa de intereses comunes bien conocidos. Uno de los principales obstáculos es (o era) el mito del “intelectual orgánico”, tan caro a Gramsci. Al reducir a los intelectuales al papel de “compañeros de viaje” del proletariado, ese mito les impide a los primeros asumir la defensa de sus propios intereses y explotar sus medios de lucha más eficaces en favor de las causas universales.(Pierre Bourdieu, “Corporatism of the universal”, Telos, otoño de 1989, p. 109).

Si hay un solo marxista a quien Pierre Bourdieu debió haberse tomado en serio, tendría que haber sido Antonio Gramsci. Sería de esperar que el teórico de la dominación simbólica hubiese entablado un diálogo de rigor con el teórico de la hegemonía. Sin embargo, no encuentro en los escritos de Bourdieu sino unas pocas y sucintas referencias a Gramsci. En la primera de las tres citas del exergo, Bourdieu se apropia de Gramsci en beneficio de su propia concepción de la dominación cultural; en la segunda, se vale de Gramsci como apoyo de su propia teoría de la política; y en la tercera, ridiculiza las ideas de Gramsci sobre los intelectuales orgánicos[1].

Habida cuenta de la popularidad de Gramsci en Europa durante los años sesenta y setenta, cuando Bourdieu elaboraba sus ideas sobre la dominación cultural, no cabe conjeturar sino que semejante omisión haya sido deliberada. La alergia que Bourdieu llegó a sentir por el marxismo se manifiesta aquí en la negativa a considerar las ideas del marxista de quien se hubiese podido sentir más cerca. Bourdieu confiesa abiertamente que nunca ha leído a Gramsci y que, de haberlo hecho, habría expresado sin ambages sus reservas. De todos los marxistas, simplemente Gramsci le quedaba demasiado cerca como para no resultarle incómodo.

Los paralelismos son, de hecho, notables. Uno y otro repudiaron las leyes marxianas de la historia a fin de elaborar refinadas nociones de la lucha de clases en las que la cultura desempeñaba un papel clave, a la vez que ambos se centraron en lo que Gramsci denominaba las superestructuras, y Bourdieu, campos de dominación cultural. Ambos dejaron de lado el análisis de la economía propiamente dicha para centrarse en sus efectos, es decir, en los límites y las oportunidades que creaba para el cambio social. El interés por la dominación cultural llevó a uno y otro a estudiar a los intelectuales desde la perspectiva de las relaciones de clase y de la política. Ambos trataron de trascender lo que consideraban la falsa oposición entre voluntarismo y determinismo, subjetivismo y objetivismo. Los dos rechazaron abiertamente el positivismo materialista y teleológico y, en su lugar, pusieron de relieve cómo la teoría y el teórico formaban parte ineludiblemente del mundo que estudiaban.

Quien desee salir en busca de las razones de tan extraordinaria convergencia teórica, encontraría en sus biografías paralelas un buen punto de partida. Caso único entre los grandes teóricos marxistas, Gramsci —al igual que Bourdieu— procedía de un medio rural pobre. Ambos llegaron igualmente a sentirse incómodos en el entorno universitario, aunque para Gramsci ello haya supuesto abandonar la universidad para dedicarse al periodismo y a la política, antes de ser encarcelado sin contemplaciones por el Estado fascista. Bourdieu, por el contrario, haría de la academia su hogar y alcanzaría su pináculo, llegando a convertirse en catedrático del Collège de France. Fue desde esa posición que incursionó en la vida política. Por mucho que se hubiesen alejado del mundo rural en que habían nacido, ninguno de los dos dejó de mantenerse en contacto con ese mundo. Ambos hicieron de la experiencia de los dominados o subalternos una preocupación constante.

Dadas las similitudes de sus trayectorias sociales y dados sus intereses teóricos comunes, sus divergencias fundamentales despiertan mayor interés aún y podría conjeturarse que están estrechamente ligadas a los muy diferentes contextos históricos —campos políticos— en los que les tocó actuar. Gramsci, después de todo, ni dejó de ser marxista ni de involucrase en las cuestiones del socialismo en un momento en que este todavía figuraba de manera prominente en la agenda política, mientras que Bourdieu se distanció del marxismo, prefigurando lo que se convertiría en un mundo pos-socialista. Una conversación entre Bourdieu y Gramsci basada en su interés común por la cuestión de la dominación cultural se perfila, entonces, como una promesa de esclarecer sus divergencias políticas. Comenzaré esa conversación imaginaria trazando la intersección de sus biografías con la historia y hurgando en los paralelismos de sus respectivos marcos conceptuales antes de examinar sus divergentes teorías de la dominación cultural —hegemonía contra violencia simbólica— y sus teorías opuestas sobre los intelectuales.

 

Vidas de práctica paralelas

Ala hora de comprender las intervenciones políticas humanas, el concepto de habitus de Bourdieu, las disposiciones adquiridas y encarnadas a lo largo de las trayectorias vitales, nos invita a examinar la intersección entre biografía e historia. Las vidas políticas de Gramsci y Bourdieu se condensan en los efectos acumulados de cuatro conjuntos de experiencias: 1) infancia temprana y escolarización, en las que cada uno emigró del medio rural a la ciudad en busca de educación; 2) experiencias políticas formativas; a saber, la inmersión de Bourdieu en la Revolución argelina y la participación de Gramsci en la labor política que condujo al movimiento de los consejos de fábrica; 3) formación teórica: en el caso de Bourdieu, en la academia; en el de Gramsci, en el movimiento comunista; y 4) reorientaciones finales en las que Bourdieu pasa de la universidad a la esfera pública, mientras que Gramsci se ve obligado a retirarse del partido a la cárcel. En cada momento sucesivo, Bourdieu y Gramsci llevan consigo un habitus —o como lo denomina Gramsci, las actas resumidas [précis] de su pasado—, que orienta sus intervenciones en nuevos campos.

Tanto Gramsci como Bourdieu crecieron en sociedades campesinas. Gramsci nació en Cerdeña en 1891; Bourdieu nació en 1930 en el Bearne, región de los Pirineos. Ambos eran hijos de empleados públicos locales: Bourdieu, de un cartero que se había convertido en empleado de la oficina de correos del pueblo; Gramsci, de un empleado del registro de tierras local, quien terminaría viéndose encarcelado tras ser acusado de malversación. Bourdieu era hijo único, mientras que Gramsci era uno de siete hermanos, todos los cuales desempeñaron un papel importante en sus primeros años de vida. Ambos estaban muy apegados a sus madres, en ambos casos mujeres de origen campesino de condición superior a la de sus padres. Ambos brillaron en la escuela y a fuerza de voluntad avanzaron desde sus pobres lugares de origen hasta centros metropolitanos, cada uno con el apoyo de abnegados maestros.

Sin duda, la vida de Gramsci fue la más difícil de las dos. Además de provenir de una familia mucho más pobre, Gramsci padeció los dolores físicos y psicológicos que acarreaba su condición de jorobado. Fue gracias a sus inagotables reservas de determinación y al apoyo de su hermano mayor, que en 1911 pudo abrirse camino hacia el norte de Italia, tras obtener una beca de estudios de filosofía y lingüística en la Universidad de Turín. Del mismo modo, Bourdieu se abriría camino en la escuela preparatoria y más tarde ingresaría en la École Normale Supérieure, donde estudió filosofía, cúspide de la pirámide intelectual francesa.

Trasladarse del entorno rural a una metrópolis, ya fuera Turín o París, era de por sí una experiencia intimidante: tanto Gramsci como Bourdieu se sentían como peces fuera del agua en el nuevo entorno de clase media y alta de la universidad. Refiriéndose a su habitus dislocado, Bourdieu escribe acerca “[d]el efecto duradero de una discrepancia muy pronunciada entre una elevada consagración académica y un origen social bajo, es decir, un habitus escindido, habitado por tensiones y contradicciones” (Bourdieu, 2004, p. 127). Aunque ambos se convirtieron en brillantes intelectuales y figuras políticas, ninguno de los dos perdió el contacto con las fuentes de su marginalidad, su lugar de origen y su familia. La devoción de Gramsci por su familia y por las costumbres rurales queda plasmada en sus cartas desde la cárcel, del mismo modo que Bourdieu se mantuvo unido a sus padres, regresando a casa periódicamente para realizar investigaciones de campo. Su crianza rural está profundamente arraigada en sus disposiciones y en su pensamiento, ya sea a modo de obstinada herencia o como objeto de reacción vehemente[2].

Gramsci jamás terminó sus estudios universitarios, pero se sumergió en la vida política de la clase obrera de Turín, que había entrado en efervescencia durante la Primera Guerra Mundial. Comenzó a escribir para el periódico socialista Avanti!, así como para Il Grido. Después de la guerra, se convirtió en director de L’Ordine Nuovo, la revista de la clase obrera turinesa, concebida para articular su nueva cultura y destinada a convertirse en portavoz del movimiento de los consejos de fábrica y de la ocupación de las fábricas de 1919-20. Bourdieu, por su parte, terminó sus estudios universitarios y, tras pasarse un año enseñando en un liceo, fue llamado a filas para hacer el servicio militar en Argelia en 1955. Permanecería durante cinco años en ese país desgarrado por la guerra, donde realizó un trabajo de campo al terminar su servicio militar, enseñó en la universidad y, a través de sus escritos, describió la cultura y las luchas de los colonizados, tanto en las ciudades como en el campo. Tras la represión que siguió al revés temporal del movimiento anticolonial en la batalla de Argel (1957), la posición de Bourdieu se hizo insostenible y en 1960 se vio obligado a marcharse. De ese modo, durante los años de formación que siguieron a sus estudios universitarios, tanto Gramsci como Bourdieu se vieron fundamentalmente transformados por su participación en luchas que tenían lugar lejos de sus hogares.

Sin embargo, incluso durante esos años, Gramsci estuvo políticamente mucho más cerca de los protagonistas de esas luchas que Bourdieu, cuyo compromiso político se manifestaba a una distancia científica. El mundo bifurcado del colonialismo alejaba a Bourdieu de los colonizados, del mismo modo que el ordenamiento de clases de Italia empujaba a Gramsci, emigrado de la semifeudal Cerdeña, hacia las luchas de la clase obrera. En consecuencia, en ese punto Gramsci y Bourdieu tomaron caminos muy diferentes. Tras la derrota de los consejos de fábrica, Gramsci se convirtió en uno de los líderes del movimiento obrero, miembro fundador del Partido Comunista en 1921 y su Secretario General en 1924, precisamente en los mismos instantes en que se consolidaba el fascismo. Pasa temporadas en Moscú, donde trabaja para la Komintern, y en el exilio, en Viena, pero viaja por toda Italia a partir de 1923, en una época en la que ser diputado electo le confería inmunidad política. Ese período concluye en 1926, cuando es detenido en virtud de un nuevo conjunto de leyes y en 1928 es llevado a juicio. Según declarara el juez, había que hacer que el cerebro de Gramsci se detuviera durante 20 años. Es enviado a la cárcel y allí, a pesar de numerosas y finalmente mortales enfermedades, produce el pensamiento marxista más creativo del siglo XX, los hoy célebres Cuadernos de la cárcel. Irónicamente, fueron las mazmorras fascistas la que mantuvieron a raya a los depredadores de Stalin. La salud de Gramsci se deterioró continuamente hasta que en 1937 murió de tuberculosis, de la enfermedad de Pott (una forma de tuberculosis que carcome las vértebras) y de arterioesclerosis, precisamente cuando cobraba impulso una campaña internacional por su liberación.

La trayectoria de Bourdieu no podría haber sido más diferente. De regreso de Argelia, se reincorporó al mundo académico, donde ocupó puestos en los principales centros de investigación de Francia y escribió sobre el lugar de la educación en la reproducción de las relaciones de clase de la sociedad francesa. En 1981, se eligió a Bourdieu para que ocupara la prestigiosa cátedra de sociología del Collège de France, convirtiéndose así en un intelectual público preeminente y, en años posteriores, en heredero del manto de Sartre y de Foucault. Desde el principio, sus escritos tuvieron un peso y un alcance políticos, pero adquirieron un tono más combativo y apremiante a mediados de la década de 1990, especialmente con la vuelta de los socialistas al poder en 1997. Bourdieu defendió públicamente a los desposeídos, atacó a la ascendente tecnocracia del neoliberalismo y, sobre todo, arremetió contra los medios de comunicación y los periodistas en su libro Sobre la televisión. Emprendió varias empresas editoriales, desde la más académica Actes de la recherche en sciences sociales hasta la más radical serie de libros Raisons d’agir. En sus últimos años intentaría forjar lo que dio en llamar un “intelectual colectivo” que trascendiera las fronteras nacionales y disciplinarias y reunir a personalidades progresistas que dieran forma al debate público.

Si Gramsci pasó del compromiso político partidista a una vida más consagrada a los estudios en la cárcel, donde reflexionó sobre el fracaso de la revolución socialista en Occidente, Bourdieu tomó el camino opuesto, de la vida escolástica a una oposición más pública a la creciente marea de fundamentalismo mercantil, llegando incluso a dirigirse a trabajadores en huelga y a apoyar sus luchas. La conexión orgánica de Gramsci con la clase obrera a través del Partido Comunista hizo que sobrestimara el potencial revolucionario de los trabajadores. De ahí que en la cárcel se hubiese consagrado a tratar de comprender cómo las complejas superestructuras del capitalismo avanzado, que incluían no sólo un Estado ampliado sino también la relación del Estado con las trincheras de la naciente sociedad civil, “no sólo justifica[ba]n y mant[enían] su dominio, sino que además logra[ba]n obtener el consentimiento activo de aquellos sobre quienes gob[ernaban]” (Gramsci, 1971, p. 245).

En cambio, la adopción de una postura política más abierta por parte de Bourdieu hacia el final de su vida estuvo acompañada de una teoría ya elaborada de la dominación cultural, basada en un análisis de la acción estratégica dentro de los campos y su concepto adjunto de habitus. A finales de la década de 1990, Bourdieu se percató de que la esfera pública aparecía cada vez más distorsionada por los medios de comunicación, por lo que asumió una postura más desafiante, al punto de apoyar abiertamente movimientos de protesta. Su enérgica defensa de la autonomía intelectual y académica y su combativa denuncia del neoliberalismo lo convirtieron en una de las figuras públicas más descollantes en Francia.

Los escritos de Gramsci en la cárcel reflejaban y rebasaban su práctica política. Escribió sobre el partido comunista ideal —el Príncipe moderno—, pero en la práctica no pudo encontrar uno que se correspondiera con su concepción. Si la teoría de Gramsci llegó a avanzar más allá de su práctica, lo contrario ocurrió con Bourdieu en sus últimos años. Este irrumpió en la escena política sin que ello se viese avalado por su propia teorización, que apuntaba a actores perdidos en una nube de desconocimiento. En ese caso la práctica se adelantaba a la teoría. Para examinar las disyunciones respectivas entre la teoría y la práctica tenemos que poner a dialogar entre sí las teorías de Gramsci y de Bourdieu.

 

Clase, política y cultura

Es difícil desmenuzar esos dos cuerpos teóricos en segmentos paralelos y comparables, en la misma medida en que cada segmento adquiere sentido sólo en relación con el conjunto. No obstante, propondré cortes paralelos en cada cuerpo teórico, a riesgo incluso de incurrir en solapamientos y repeticiones. Comienzo por los marcos teóricos generales para estudiar las relaciones entre clase, política y cultura que podemos encontrar, respectivamente, en El príncipe moderno (Gramsci, 1971) y en La distinción (Bourdieu, 1979). En esos escritos, tanto Gramsci como Bourdieu dividen una formación social en ámbitos homólogos paralelos: el económico, donde se arraigan las clases; el político-cultural, donde entran en juego la dominación y la lucha; y —para Gramsci— el militar, que impone límites a esas luchas.

Para Gramsci, la economía sirve para sentar las bases de la formación de las clases: la clase obrera, el campesinado, la pequeña burguesía, la clase capitalista. La economía determina la fuerza objetiva de cada clase e impone límites a las relaciones entre esas clases. Pero los enfrentamientos y las alianzas entre las clases se organizan en el terreno de la política y de la ideología, el cual posee su propia lógica. La estructura política, por ejemplo, organiza las formas de representación de las clases, en particular los partidos políticos. Cada ordenamiento político posee además una ideología hegemónica, un sistema hegemónico de ideologías que proporcionan un lenguaje común, un discurso y unas visiones normativas compartidas por los contendientes en la lucha. La lucha de clases no es una lucha entre ideologías, sino una lucha por la interpretación y la apropiación de un único sistema ideológico. Las hegemonías alternativas surgen en momentos de crisis orgánica, de lo contrario reciben un escaso apoyo. Por último, existe un ordenamiento militar que, en relación con la lucha de clases, en su mayor parte es invisible y que emerge sólo para reprimir las infracciones de la ley cometidas por grupos e individuos o para restablecer el orden en momentos de crisis profunda. A Gramsci le preocupa tanto el momento político del ordenamiento militar, es decir, el estado subjetivo del personal militar, como la preparación técnica de las fuerzas coercitivas.

De manera similar, existen en Bourdieu ámbitos homólogos y la principal división se da entre el campo económico y el cultural. Tampoco en este caso se hace un análisis de lo económico en cuanto tal y las clases, como en Gramsci, se dan por sentadas: las clases dominantes, la pequeña burguesía y la clase trabajadora. Pero las clases no pueden reducirse a lo puramente económico, pues consisten en una combinación de capital económico y cultural, de modo que la clase dominante tiene una estructura en quiasma que se divide entre una fracción dominante fuerte en capital económico y débil en capital cultural, por un lado, y una fracción dominada fuerte en capital cultural y relativamente débil en capital económico, por otro. Del mismo modo, las clases medias también están divididas entre la pequeña burguesía de más larga data (que hace hincapié en el capital económico) y la nueva pequeña burguesía (que hace hincapié en el capital cultural). Por último, la clase trabajadora posee una cantidad mínima de ambos tipos de capital, por lo que se ve obligada a una vida regida por las necesidades materiales.

Gramsci lleva a sus clases a la arena política, donde se forjan y organizan sus intereses. Aquí encontramos partidos políticos, sindicatos, cámaras de comercio y demás organizaciones que representan los intereses de determinadas clases en relación con otras clases, cada una luchando por promover sus propios y estrechos intereses corporativos. Dos clases, concretamente el capital y el trabajo, intentan igualmente alcanzar el nivel hegemónico y hacer valer sus propios intereses como intereses de todos. Paralelamente, Bourdieu se centra en el modo en que el ámbito cultural enmascara la estratificación de clases en la que se basa. La interiorización de las prácticas de la cultura dominante —”legítima”— encubre así los recursos culturales de clase que hacen posibles esas prácticas. La apreciación del arte, de la música y de la literatura es posible solamente en condiciones caracterizadas por una existencia acomodada y un capital cultural heredado, pero se presenta como un atributo de individuos dotados de talento. Es como si determinadas personas pertenecieran a la clase dominante porque son superdotadas y no como si fuesen superdotadas porque pertenecen a la clase dominante. Todas las prácticas culturales —del arte al deporte, de la literatura a la gastronomía, de la música a las festividades— se sitúan en una jerarquía que resulta homóloga a la jerarquía de clases. Las clases medias tratan de imitar las prácticas culturales de la clase dominante, mientras que la clase trabajadora legitima esas prácticas absteniéndose de participar en ellas: la alta cultura no es para la clase trabajadora, que se rige por exigencias funcionales, adaptadas a las necesidades materiales.

Si para Gramsci el ámbito cultural es un campo de la lucha de clases, para Bourdieu ese ámbito tiende a disipar la lucha de clases. Se trata en este caso de una lucha que tiene lugar en el interior de campos culturales separados o en el seno de las clases dominantes, pero no en el terreno de la lucha de clases. Es una lucha de clasificación, una lucha por los términos y las formas de representación. Bourdieu jamás va más allá de las luchas de clasificación en el seno de las clases para llegar a la lucha entre clases y eso, quizás, explique por qué en sus propuestas teóricas no aparezca nunca la fuerza militar. Esas divergencias entre las nociones de política de Gramsci y Bourdieu nos obligan a prestar atención a las diferencias entre dos terrenos de contestación muy diferentes, la sociedad civil y el campo de poder.

 

Sociedad civil vs. Campo de poder

La innovación de Gramsci consistió en periodizar el capitalismo no en función de la transformación de la base económica (del capitalismo competitivo al monopolista, o del laissez faire al capitalismo organizado, y así sucesivamente), sino en función del ascenso de la sociedad civil: las asociaciones, los movimientos, las organizaciones que no forman parte ni de la economía ni del Estado. Gramsci se refería en ese caso a la aparición de sindicatos, organizaciones religiosas, medios de comunicación, escuelas, asociaciones de voluntarios y partidos políticos relativamente autónomos del Estado, el cual, sin embargo, garantizaba la existencia de estos y configuraba su organización. Las “trincheras de la sociedad civil” organizaban efectivamente el consentimiento de la dominación absorbiendo la participación de las clases subalternas y dando espacio a la actividad política, si bien dentro de los límites impuestos por el capitalismo. Participar en las elecciones, ejercer oficios, asistir a la escuela, ir a la iglesia y leer periódicos tenía como efecto canalizar la disensión hacia actividades en el seno de organizaciones que competían por la atención del Estado.

Según Gramsci, todo ello tenía consecuencias drásticas para la idea misma de transformación social. Los intentos de hacerse con el poder del Estado serían rechazados mientras la sociedad civil permaneciera intacta. Por el contrario, primero era necesario llevar a cabo la larga y ardua marcha a través de las trincheras de la sociedad civil. Semejante guerra de posiciones requería la reconstrucción de la sociedad civil, rompiendo los mil hilos que la ataban al Estado y poniendo a la sociedad civil bajo la dirección del movimiento revolucionario, en particular de su partido, es decir, de acuerdo con la fórmula gramsciana, el Príncipe moderno. La toma del poder del Estado, es decir, la guerra de movimientos, no era sino el acto culminante de un largo y prolongado conflicto. La lucha de un siglo contra el apartheid, sobre todo en los años 80, el avance de Solidaridad en Polonia durante 1980-1981, incluso el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, son ejemplos, más o menos parciales, de guerras de posiciones. Se trata de una idea simple, el asalto al Estado podría tener éxito allí donde la sociedad civil sea “primitiva y gelatinosa” —tal fue el caso, por ejemplo, de la Revolución francesa o de la Revolución rusa—, pero no en el capitalismo avanzado. La teoría de la revolución de Lenin, que daba prioridad a la conquista del poder del Estado —tal como se expresa, por ejemplo, en El Estado y la revolución—, no es una teoría general, sino reflejo de las circunstancias específicas de Rusia.

Aunque contiene elementos de una lucha de clasificación, la idea de llevar a cabo en el terreno de la sociedad civil una guerra de posiciones que diera forma a una contestación popular del orden social, encuentra poca resonancia en la teoría de Bourdieu. Por extraño que resulte para un sociólogo, no hay en Bourdieu una noción de sociedad civil. En su lugar encontramos a los líderes de las organizaciones de la sociedad civil —líderes de partidos, líderes sindicales, líderes intelectuales, líderes religiosos— que compiten entre sí en el campo de poder por encima de la sociedad civil, valiéndose de su función representativa para promover sus propios intereses, más o menos sin rendir cuentas a sus seguidores (Bourdieu, 1982, parte III). Allí donde Gramsci hace hincapié en la lucha de clases —aunque sin excluir en absoluto la lucha en el seno de las clases, especialmente en el seno de la clase dominante—, Bourdieu, como hemos visto, insiste en las luchas de clasificación, es decir, en las luchas en el seno de la clase dominante en las que se deciden las clasificaciones dominantes. Del mismo modo que en el análisis que hace Gramsci el Estado se encarga de coordinar los elementos de la sociedad civil, en el análisis de Bourdieu el Estado supervisa las luchas de clasificación a través del monopolio que, en última instancia, ejerce sobre los medios de violencia simbólica.

Las luchas de clasificación tienen consecuencias para los dominados, pero no se ven afectadas por estos. Bourdieu no hace referencia a la sociedad civil —para él no hay política salvo en el campo del poder, confinado a las clases dominantes. Al igual que Weber, la mayoría está sumida en el estupor de la dominación, manipulada por sus portavoces.

 

 Hegemonía vs. Poder simbólico

Aprimera vista, la hegemonía y la dominación simbólica parecen ambas garantizar de manera muy similar el mantenimiento del orden social, no por medio de la coerción sino de la dominación cultural. Hay de hecho lugares en que parecen significar lo mismo, pero ello equivaldría a enmascarar diferencias fundamentales que, en última instancia, residen en la capacidad de los dominados para comprender e impugnar sus condiciones de existencia.

La hegemonía es una forma de dominación que, como es bien conocido, Gramsci definió como “la combinación de la fuerza y el consentimiento, [de una manera en] que una y otro se equilibran recíprocamente, sin que la fuerza predomine excesivamente sobre el consentimiento. Por el contrario, se intenta siempre que la fuerza parezca basarse en el consentimiento de la mayoría” (Gramsci, 1971, p. 80; 1985, p. 102; 2011, p. 234). Es necesario distinguir entre hegemonía, por un lado, y dictadura o despotismo, por el otro, pues en los dos últimos prevalece la coerción y esta se aplica arbitrariamente sin que ninguna norma la regule. La hegemonía se organiza en la sociedad civil, pero comprende igualmente al Estado: “…el Estado es todo el complejo de actividades prácticas y teóricas con que la clase dominante no sólo justifica y mantiene su dominio, sino que además logra obtener el consentimiento activo de aquellos sobre quienes gobierna” (Gramsci, 1971, p. 244). El concepto de hegemonía descansa en no poca medida en la idea de consentimiento, de una participación consciente y voluntaria de los dominados en su dominación.

Bourdieu utiliza a veces la palabra “consentimiento” para describir la dominación simbólica, pero esta tiene en Bourdieu una connotación de mucha mayor profundidad psicológica que “hegemonía”. En La distinción, Bourdieu describe el habitus como la “forma interiorizada de la condición de clase y de los condicionamientos que esta conlleva” (Bourdieu, 1979, p. 112). “Los esquemas del habitus, las formas primarias de clasificación, deben su eficacia concreta al hecho de que operan por debajo del nivel de la conciencia y del lenguaje, por tanto fuera del alcance del escrutinio introspectivo o del control de la voluntad.” (Bourdieu, 1979, p. 543). En Meditaciones pascalianas, Bourdieu escribe:

“El agente implicado en la práctica conoce el mundo, pero con un conocimiento que […] no se establece en la relación de exterioridad de una conciencia conocedora. En cierto sentido, lo comprende demasiado bien, sin que medie ninguna distancia que lo objetive, lo da por algo natural, precisamente porque se encuentra inmerso en él, se confunde con él, y lo habita como si fuera un hábito [habit] o un hábitat familiar. Se siente en casa en el mundo porque el mundo también está en él, en forma de habitus, necesidad hecha virtud que implica una forma de amor de la necesidad, de amor fati.” (Bourdieu, 1997, p. 206; 1999, p. 188).

Por tanto, la dominación simbólica no depende ni de la fuerza física ni tampoco de la legitimidad. De hecho, hace que ambas sean innecesarias:

“El Estado no necesariamente necesita impartir órdenes y ejercer ninguna coerción física, o coacción disciplinaria, para producir un mundo social ordenado, siempre que sea capaz de producir estructuras cognitivas incorporadas que estén en sintonía con las estructuras objetivas y de asegurar la sumisión dóxica al orden establecido.” (Bourdieu, 1997, p. 257; 1999, p. 242).

La dominación simbólica se define en oposición a la noción de legitimidad, aunque de manera superficial y sólo en apariencia, pero también en oposición a la hegemonía, la cual conlleva una conciencia de la dominación, un sentido práctico que opera también de manera consciente. En un pasaje revelador, Bourdieu descarta la noción de falsa conciencia, sin por ello cuestionar la noción de falsedad (como suele ser el caso), sino poniendo en entredicho la noción de conciencia:

“En la noción de ‘falsa conciencia’ que algunos marxistas invocan para explicar el efecto de la dominación simbólica, es la palabra ‘conciencia’ la que resulta excesiva; y hablar de ‘ideología’ es situar en el orden de las representaciones —susceptibles de ser transformadas por la conversión intelectual que denominamos ‘despertar de la conciencia’— lo que pertenece al orden de las creencias, es decir, al nivel más profundo de las disposiciones corporales.” (Bourdieu, 1997, p. 255; 1999, p. 177).

En lugar de falsa conciencia, Bourdieu habla de “desconocimiento”[3]; es decir, que la forma en que las personas conocen espontáneamente el mundo equivaldría a un desconocimiento, profundamente arraigado en el habitus y aparentemente inaccesible a la reflexión.

La concepción de Gramsci no podría ser más diferente. En lugar de desconocimiento, nos habla de una aceptación consciente y racional de la dominación, y en lugar de habitus, elabora la noción de “sentido común”, que remite a un núcleo de “buen sentido” —actividad práctica que puede conducir a una auténtica comprensión— , así como a la sabiduría popular heredada y las ideologías de que nos hemos impregnado:

“Al hombre activo de masas le es propio actuar en la práctica, pero no tiene una clara conciencia teórica de ese actuar que, sin embargo, conlleva conocer el mundo en la medida en que lo transforma. Su conciencia teórica podría incluso encontrarse históricamente en una relación de contraposición respecto de su actuar. Casi podría decirse que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una que está implícita en su actuar y que en realidad lo une a quienes colaboran con él en la transformación práctica de la realidad y otra superficialmente explícita o verbal que ha heredado del pasado y que ha absorbido acríticamente. No obstante, esa concepción ‘verbal’ no está exenta de consecuencias: mantiene cohesionado a un grupo social concreto, influye con variable eficacia en la conducta moral y en la orientación de la voluntad, a menudo con fuerza suficiente para generar una situación en la que el estado contradictorio de la conciencia no permite ninguna acción, ninguna decisión y ninguna elección y produce un estado de pasividad moral. La comprensión crítica de sí mismo tiene lugar, por tanto, a través de una lucha de “hegemonías” políticas y de direcciones opuestas, primero en el campo ético y, luego, en el propiamente político, para llegar a una elaboración superior de la propia concepción de la realidad.” (Gramsci, 1971, p. 333; 1985, p. 1039).

Llegamos, en este punto, a la diferencia esencial entre Gramsci y Bourdieu. Mientras que para Gramsci la actividad práctica que transforma colectivamente el mundo es la base del sentido común y puede conducir a la conciencia de clase, Bourdieu ve en esa misma actividad práctica lo contrario: la inconsciencia de clase y la aceptación del mundo tal como es. Compárese la cita anterior de Gramsci con este pasaje asombrosamente paralelo de Bourdieu:

“Recordar que la percepción del mundo social implica un acto de construcción no implica en absoluto aceptar una teoría intelectualista del conocimiento: lo esencial de la experiencia del mundo social y del trabajo de construcción que ella implica tiene lugar en la práctica, más acá del nivel de la representación explícita y de la expresión verbal. Más cerca de un inconsciente de clase que de una “conciencia de clase” en el sentido marxista, el sentido de la posición que ocupamos en el espacio social (lo que Goffman llama el ‘sentido del lugar que se ocupa’) es el dominio práctico de la estructura social en su conjunto que se nos revela a través del sentido de la posición ocupada en esa estructura. Las categorías relativas a la percepción del mundo social son esencialmente un producto de la incorporación de las estructuras objetivas del espacio social. Por consiguiente, inclinan a los agentes a aceptar el mundo social tal como es, a darlo por natural, más que a rebelarse contra él, a plantear posibilidades opuestas e incluso antagónicas.” (Bourdieu, 1984, p. 235. Los subrayados son míos; con ellos quiero resaltar los paralelismos con Gramsci).

En otras palabras, para Bourdieu el sentido común es simplemente un velo de mal sentido que aparentemente nos envuelve a todos, excepto posiblemente a unos pocos sociólogos que logran milagrosamente ver a través de la niebla, mientras que para Gramsci ciertos grupos en ciertos lugares “privilegiados” pueden adquirir una comprensión del mundo que habitan. Por tanto, clases diferentes tienen potenciales diferentes en lo que respecta a la adquisición del buen sentido. La clase trabajadora, en particular, se ve favorecida por su transformación colectiva de la naturaleza; entre el campesinado y de la pequeña burguesía la producción está demasiado individualizada, y la clase dominante no participa directamente en la producción.

El contraste con Lenin es esclarecedor. Al igual que Bourdieu, Lenin consideraba que la clase trabajadora por sí sola era incapaz de alcanzar algo más que una conciencia sindical, por lo que llegó a la conclusión de que la verdad —de la que era portador el intelectual colectivo— debía llevarse a la clase obrera desde fuera. Bourdieu retrocede horrorizado ante esa idea: la clase trabajadora está demasiado sumida en la sumisión como para dejarse alterar por tan presuntuoso vanguardismo, que pone en peligro tanto a los intelectuales como a los trabajadores. Gramsci, por su parte, arguye contra Lenin pero desde el lado de la falsedad, no de la conciencia. Concede a la clase trabajadora su núcleo de verdad que abre la puerta a intelectuales capaces de elaborar esa verdad a través del diálogo. De esas profundas diferencias surgen no sólo visiones opuestas de la lucha de clases, sino también del papel de los intelectuales.

 

Intelectuales: Tradicionales y orgánicos

Caso único entre los marxistas clásicos, Gramsci consagra una gran atención a los intelectuales y a las relaciones de estos consigo mismos, con la clase trabajadora y con las clases dominantes. Como ya se ha visto, Marx no estaba en condiciones de explicarse a sí mismo: en primer lugar, de explicar cómo un intelectual burgués podía luchar junto a la clase trabajadora contra la burguesía; y, en segundo lugar, cómo y por qué toda su obra escrita era importante para la formación de la clase trabajadora y para la lucha de clases. Simplemente no tenía nada sistemático que decir sobre los intelectuales. El interés de Gramsci por la dominación cultural y la conciencia de la clase trabajadora lo llevó a tomarse en serio el papel y el lugar de los intelectuales.

Gramsci parte del importante presupuesto de que cualquiera hace las veces de teórico y actúa basándose en teorías sobre el mundo, pero que hay quienes se especializan en producir tales teorías y es a esos a quienes llamamos intelectuales o filósofos. De éstos hay dos tipos: intelectuales orgánicos e intelectuales tradicionales. El primero está orgánicamente vinculado a la clase a la que representa, mientras que el segundo es relativamente autónomo de la clase a la que representa. En el capitalismo, las clases subordinadas se apoyan en los primeros, mientras que las clases dominantes se ven favorecidas por los segundos. Exploremos más a fondo esa distinción.

Para que la clase trabajadora se convierta en fuerza revolucionaria necesita intelectuales que elaboren su buen sentido dentro del propio sentido común. Tal elaboración tiene lugar a través del diálogo entre la clase trabajadora y un intelectual colectivo: el Partido comunista, es decir, el “Príncipe moderno” concebido esta vez como “persuasor permanente”. A diferencia de lo que creía Lenin, no se trata de llevar desde fuera la conciencia a la clase trabajadora, sino de partir de la conciencia que esa clase ya posee. El intelectual orgánico puede ser eficaz sólo a través de una relación íntima con la clase trabajadora, compartiendo su vida, lo que, en algunas lecturas de Gramsci, significa provenir de la clase trabajadora.

Es fácil ver por qué Bourdieu somete a una crítica devastadora la idea de lo que llamó el “mito” del intelectual orgánico. Puesto que el sentido común de la clase trabajadora es simplemente mal sentido[4], no podría haber buen sentido alguno en la experiencia práctica de la clase trabajadora, no podría haber en esa experiencia ninguna simiente de comprensión y, por consiguiente, nada que los intelectuales pudiesen elaborar. No hay, en ese caso, base alguna para el diálogo, que, por tanto, degenera en populismo —es decir, en una identificación con la clase trabajadora que no es más que la proyección de los propios deseos y de la imaginación de los intelectuales en la clase trabajadora, a la que erróneamente afirman comprender:

“No se trata de dirimir si es verdadera o falsa la insostenible imagen del mundo obrero que produce el intelectual cuando, colocándose a sí mismo en el lugar de un obrero sin tener un habitus de obrero, aprehende la condición obrera a través de esquemas de percepción y de apreciación que no son los que los propios miembros de la clase obrera ponen en juego para aprehenderla. Es esa imagen realmente la experiencia que del mundo obrero puede tener un intelectual que se coloca a sí mismo de manera provisional y deliberada en la condición obrera, experiencia que puede llegar a ser cada vez menos improbable si, como está empezando a suceder, un número cada vez mayor de individuos se ven arrojados a la condición obrera sin tener el habitus producido por los condicionamientos ‘normalmente’ impuestos a quienes están condenados a esa condición. El populismo jamás es otra cosa que la inversión de algún etnocentrismo.” (Bourdieu, 1979, p. 435; 2012, pp. 417-418).

En otras palabras, el intelectual, cuyo habitus se forma en la skholè (un mundo que no se rige por la necesidad material[5]) es incapaz de apreciar la condición de la clase trabajadora, cuyo habitus está formado por la precariedad y la incesante búsqueda del sustento material. La inmersión temporal en la vida de la fábrica genera una reacción en el intelectual, que se ve así condenado a aborrece las condiciones de vida de la clase trabajadora, mientras que la propia clase trabajadora, acostumbrada a su sojuzgamiento, observa presa de la perplejidad.

En cuanto parte de la fracción dominada de la clase dominante, los intelectuales experimentan sus vidas como sojuzgamiento, lo que lleva a que algunos de ellos se identifiquen con las clases dominadas. Pero esa identificación es ilusoria. Esos intelectuales tienen poco en común con la clase trabajadora. Es mucho mejor que los intelectuales defiendan explícitamente sus propios intereses y los presenten como intereses de todos, es decir, como los intereses universales de la humanidad:

“Los productores culturales no volverán a encontrar un lugar propio en el mundo social a menos que, habiendo sacrificado de una vez por todas el mito del ‘intelectual orgánico’ (sin caer en la mitología complementaria del mandarín retirado de todo), acepten trabajar colectivamente por la defensa de sus propios intereses. Ello debería llevarlos a afirmarse en cuanto poder internacional de crítica y vigilancia, incluso de propuestas, frente a los tecnócratas, o —con una ambición a la vez más elevada y más realista y, por tanto, limitada a su propio ámbito— a implicarse en una acción racional para defender las condiciones económicas y sociales de la autonomía de esos universos socialmente privilegiados en los que se producen y reproducen los instrumentos materiales e intelectuales de lo que llamamos Razón. Esa Realpolitik de la razón será sin duda sospechosa de corporativismo. Pero será parte de su tarea demostrar, por los fines a los que destina los medios de autonomía que tanto ha costado obtener, que se trata de un corporativismo de lo universal.” (Bourdieu, 1992, p. 472; 1995, pp. 500-1).

Estamos de vuelta en la Realpolitik de la razón, en la pretensión de que, al proteger su propia autonomía, los intelectuales pueden al mismo tiempo defender los intereses de la humanidad. Bourdieu propone la formación de una internacional de intelectuales, pero ¿por qué deberíamos tener más confianza en su “Príncipe moderno” que en el de Gramsci? ¿Qué fines —qué visiones y divisiones—tiene Bourdieu en mente para ese “intelectual orgánico de la humanidad”[6]? ¿Por qué habríamos de confiar en que los intelectuales, abanderados históricos del neoliberalismo, el fascismo, el racismo, el bolchevismo, etc., sean los salvadores de la humanidad? Al diseccionar las falacias escolásticas de los demás, ¿no incurre Bourdieu en la mayor falacia de todas: la incapacidad de los intelectuales para reconocerse a sí mismos como portadores (potenciales) de una universalidad engañosa? Bourdieu ha sustituido la universalidad de la clase trabajadora, que tiene como base la producción y como vehículo el partido político, por la universalidad del intelectual, que tiene como base la academia.

A los ojos de Gramsci, la defensa universalista que de los intelectuales hace Bourdieu no es expresión sino de la ideología del intelectual tradicional, quien, al defender su autonomía, es tanto más eficaz a la hora de apuntalar la hegemonía de las clases dominantes. Estas últimas tratan de presentar sus intereses como los intereses de todos y para ello necesitan intelectuales relativamente autónomos que crean genuinamente en su universalidad. Los intelectuales estrechamente vinculados a la clase dominante no pueden describir a esta última como una clase universal. Incluso una postura crítica consecuente en relación con la clase dominante por no perseguir sino su propio interés corporativo —a saber, por su implacable búsqueda de la ganancia— puede ayudarla a afianzar la hegemonía burguesa. ¿Pueden los intelectuales manifestar su autonomía en oposición a la hegemonía burguesa sin tener que rendir cuentas a otra clase? Bourdieu dice que sí, Gramsci dice que no. El intelectual orgánico de Gramsci no sólo elabora el buen sentido de la clase trabajadora, sino que también refuta las pretensiones de los intelectuales tradicionales de representar una universalidad verdadera.

 

Conclusión

Gramsci y Bourdieu son reflejos opuestos el uno del otro. Bourdieu refuta, por mítica, la figura del intelectual orgánico de Gramsci, mientras que Gramsci refuta, por engañarse a sí misma, la figura del intelectual tradicional de Bourdieu. En el fondo, la divergencia gira en torno a la pretendida (in)capacidad de los dominados para comprender el mundo y la pretendida (in)capacidad de los intelectuales para trascender sus intereses corporativos o de clase. A esas dos preguntas, Gramsci y Bourdieu responden de manera opuesta. Ello no significa, sin embargo, que la conversación entre ellos dos sea inútil. A lo largo de sus escritos en la cárcel, Gramsci muestra hasta qué punto es consciente de las objeciones que posteriormente habría de presentar Bourdieu, al volver una y otra vez sobre las dificultades del intelectual orgánico para sostener un diálogo recíproco entre el partido y sus seguidores, entre dirigentes y dirigidos. Como sabemos, Bourdieu basó su propia crítica del intelectual orgánico en las reflexiones de Gramsci sobre los peligros de la alienación de la política respecto de las bases. Por otra parte, Bourdieu conoce demasiado bien las limitaciones de las pretensiones de universalidad de los intelectuales y el peligro de las falacias escolásticas que atrapan a los intelectuales en un corporativismo parroquial.

La conversación entre Bourdieu y Gramsci es tanto más interesante cuanto más tengamos en cuenta el contradictorio acercamiento de Bourdieu a la clase trabajadora en el proyecto de entrevistas en colaboración La misère du monde (1993), obra colectiva que fue un éxito de ventas en Francia y dio voz a los dominados al proponerse corregir las distorsiones generalizadas de los medios de comunicación. Es ahí donde Bourdieu y sus colaboradores describen la conexión orgánica que desarrollan con obreros, empleados públicos, desempleados, inmigrantes. Por otra parte, si se leen las transcripciones literales de las entrevistas junto con los análisis que hacen los entrevistadores, cuesta trabajo entender en qué sentido los entrevistados sufren de desconocimiento. Al contrario, los entrevistados muestran una profunda comprensión sociológica de su situación. El vocabulario del desconocimiento y del habitus brilla por su ausencia casi total en esa obra.

No menos sorprendente es la exposición metodológica que hace Bourdieu al final del libro, en la que habla del “trabajo socrático” del entrevistador a la hora de explicar las cosas y en la que se refiere al sociólogo como a una “comadrona” que ayuda a las personas a tomar conciencia de lo que sabían desde el principio en cuanto a la naturaleza de su dominación. Hasta podría considerarse una especie de práctica de concienciación, en la que lo “implícito” se hace “explícito” y se “verbaliza”. De hecho, el capítulo sobre la “comprensión” podría leerse como una brillante elaboración de técnicas y dilemas del sociólogo como intelectual orgánico. Pero Bourdieu no hace ningún intento de reconciliar el libro con su denuncia del “intelectual orgánico”. Sí, ser un intelectual orgánico requiere un trabajo sostenido, una paciencia incansable y una auto-vigilancia colectiva inflexible, pero Gramsci nunca dijo que fuera tarea fácil. En verdad, para Gramsci no podría haber sido nunca un proyecto individual, sino que debía ser un proyecto colectivo.

 

 

 

Traducido del original en inglés (“Cultural domination: Gramsci meets Bordieu”, capítulo 3 de la obra de Michael Burawoy y Karl Von Holdt Conversations with Bourdieu: The Johannesburg Moment, Johannesburg, Wits University Press, 2012). Su traducción al francés figura en forma adaptada en el dossier “Il faut lire (ou relire) Gramsci” [Hay que leer (o releer) a Gramsci] publicado en Contretemps. Revue de critique communiste. Para esta traducción al español se consultó la traducción al francés, lo que redundó en puntuales esclarecimientos e informó la recomposición de las notas y de las referencias bibliográficas. El título con que se publica ahora en español y la traducción de todas las citas es del traductor, quien además de hiperenlaces ha añadido entre corchetes, en las notas del autor —ampliadas y puestas al día—, referencias bibliográficas en español para el lector que desee consultar otras fuentes.

Notas

 

·       En este y en los demás casos a lo largo del texto, el año entre corchetes y los números de página remiten a las ediciones originales en francés o, en su defecto, a los originales en/traducciones al inglés que cita Burawoy o a las traducciones al español añadidas a las referencias bibliográficas, según proceda. [Nota del T.]

 

[1] En otra referencia, Bourdieu (1981, capítulo 8) convierte de forma oportunista las advertencias de Gramsci contra los peligros de la oligarquía sindical —”un banquero de hombres en situación de monopolio”— y de la política sectaria del aparato del partido, aislado de sus seguidores, en una denuncia general de los “intelectuales orgánicos” por engañarse a sí mismos y a la clase que dicen representar. No deja de ser curioso que Bourdieu recurra en ese caso a los escritos políticos más oscuros de Gramsci y pase por alto Cuadernos de la cárcel y sus ideas claves sobre la hegemonía, la sociedad civil, los intelectuales y el Estado.

[2] Las marcadas diferencias entre las posiciones intelectuales y las disposiciones de Gramsci y las de Bourdieu hallan reflejo en la divergencia fundamental que se observa en la relación de cada uno con sus orígenes de clase. En el filme “La sociología como arte marcial”, en que se presenta un retrato de la vida académica y política de Bourdieu, puede verse una escena en la que Bourdieu describe su repulsión por el dialecto de su región natal en los Pirineos, lo que es ilustrativo del habitus de clase que había adquirido en el establishment académico, mientras que Gramsci escribe desde la cárcel conmovedoras cartas a su hermana para implorarle que se asegure de que sus hijos no pierdan su familiaridad con los modismos populares y la lengua vernácula.

[3] Méconnaissance en el texto original de Bourdieu, traducido al inglés por Burawoy como misrecognition y retraducido al francés en la versión incluida en el dossier de Contretemps sobre Gramsci como méconnaisance. [Nota del T.]

[4] De nuevo méconnaissance en la traducción al francés. [Nota del T.]

[5] Skholè, que de su significado original griego de errancia, ocio, descanso, tiempo libre se convirtió en latín en la raíz de schola (escuela) y de ahí pasó a informar escolástica y sus derivados, adquiere en Bourdieu el sentido de condición material y social necesaria de la existencia de todo campo intelectual. Pero lo necesario de esa condición también lo es, por así decir, ideológicamente: “La scholè no da cuenta solamente de una situación de desentendimiento en lo que atañe a las necesidades más apremiantes de la existencia mundana —entre ellas, en primer lugar, las necesidades económicas—, sino que además participa de la ignorancia o la represión de las modalidades sociales y disposicionales que la hacen posible.” (Stephane Chevallier y Christiane Chauviré, Dictionnaire Bourdieu, París, Ellipses, 2010, p. 144 ; la traducción es mía) [Nota del T.]

[6] El propio Bourdieu se ve abocado a apropiarse de la idea de intelectual orgánico. “Todo lo cual quiere decir que el etno-sociólogo es una especie de intelectual orgánico de la humanidad y que, en cuanto agente colectivo, puede contribuir a desnaturalizar y desfatalizar la existencia humana poniendo su competencia al servicio de un universalismo arraigado en la comprensión de los diferentes particularismos.” (Bourdieu, 2002, p. 24). En este caso nos encontramos, sin embargo, ante un intelectual orgánico de una entidad abstracta —la humanidad—, la antítesis misma del intelectual orgánico tal como lo concebía Gramsci, de hecho ¡la apoteosis de lo que Gramsci consideraba un intelectual tradicional!

 

Referencias bibliográficas

 

Bourdieu, Pierre

[1979] La distinction. Critique social du jugement, París, Minuit, 1979. [La distinción. Criterios y bases sociales del gusto (trad. María del Carmen Ruiz de Elvira), Madrid, Taurus, 2012]

 

[1982] « Langage et pouvoir symbolique » en Ce que parler veut dire. L’économie des échanges linguistiques, París, Seuil, 1982. [¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos (trad. Esperanza Martínez Pérez), Madrid, Akal, 1985]

[1984] “Social space and the genesis of ‘classes’”, Language and Symbolic Power, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1991, pp. 229-251. [« Espace social et genèse des classes », Actes de la recherche en sciences sociales, vol. 52-53, junio de 1984, p. 5]

[1986] “Fieldwork in Philosophy”, In Other Words: Essays towards a Reflexive Sociology, Standford, Standford University Press, 1990, pp. 3-33.

[1989] “Corporatism of the universal: The role of intellectuals in the modern world”, Telos, núm. 81, pp. 99-110.

[1992] Les règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire, París, Seuil, 1992. [Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona, Anagrama, 1995]

[1997] Méditations pascaliennes, París, Seuil, 1997. [Meditaciones pascalianas (trad. Thomas Kauf), Barcelona, Anagrama, 1999]

[2003] « Retour sur l’expérience algérienne » en Interventions 1961-2001. Sciences sociales et action politique, Marsella, Agone, 2002.

[2004] Esquisse pour une auto-analyse, París, Raisons d’agir, 2004. [Autoanálisis de un sociólogo (trad. Thomas Kauf), Barcelona, Anagrama, 2006]

 Bourdieu, Pierre et al.

[1993] La misère du monde, París, Seuil, 1993. [La miseria del mundo (trad. Horacio Pons), Buenos Aires-México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2007 (tercera reimpresión)]

 Gramsci, Antonio

[1971] Selections from the Prison Notebooks (trad. Y ed. Quintin Hoare and Geoffrey Nowell Smith), Nueva York, International Publishers, 1971. Véase, en francés, « Machiavel, la politique, le prince moderne et les classes subalternes » en Antonio Gramsci, Guerre de mouvement et guerre de position. Textes choisis et présentés par Razmig Keucheyan [Guerra de movimientos y guerra de posiciones. Textos seleccionados y presentados por Razmig Keucheyan], París, La Fabrique, 2011, pp. 159-269. [Para una edición autorizada en español véanse los 6 volúmenes de Cuadernos de la cárcel (Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana) (trad. Ana María Palos; revisada por José Luis González), México, D. F., Ediciones Era, 1985 (primera reimpresión)]

 

MICHAEL BURAWOY

Sociólogo, profesor en la Universidad de California – Berkeley. Es autor, entre otros libros, de Manufacturing Consent: Changes in the Labor Process under Monopoly Capitalism (University of Chicago Press, 1979).