Por Michael
Burawoy
Traducción:
Rolando Prats
Tomado de Jacobin Latinoamericano. Ilustración: La Izquierda Diario.
En un
nuevo aniversario del nacimiento del pensador marxista italiano Antonio
Gramsci, comenzamos con la publicación de un dossier con textos inéditos en
castellano sobre el autor y su obra. Hoy, un cruce de sus elaboraciones con las
del sociólogo francés Pierre Bourdieu.
Sería
fácil enumerar los rasgos del modo de vida de las clases dominadas que, a
través del sentimiento de incompetencia, de fracaso o de indignidad cultural,
conllevan una forma de reconocimiento de los valores dominantes. Fue Gramsci
quien dijo en algún lugar que el trabajador tendía a llevar consigo sus
disposiciones de ejecutante a todos los ámbitos de la vida.(Pierre Bourdieu, La
distinction, 1979, p. 448 ; 2012, p. 432)*
Es como
cuando en estos días la gente se pregunta por mis relaciones con Gramsci —en
quien descubren, probablemente porque [no] me han leído, un gran número de
cosas que pude encontrar en su obra sólo porque no lo había leído… (Lo más
interesante de Gramsci, a quien, de hecho, no leí hasta hace muy poco, es la
forma en que nos proporciona los elementos básicos para una sociología del
hombre de aparato del partido y de los dirigentes comunistas de su época —todo
lo cual está muy lejos de la ideología del “intelectual orgánico” por la que es
más conocido.) (Pierre Bourdieu, Choses dites, 1987, p. 39).
Es esa
una razón más para hacer que el corporativismo de lo universal tenga como
fundamento un corporativismo orientado a la defensa de intereses comunes bien
conocidos. Uno de los principales obstáculos es (o era) el mito del
“intelectual orgánico”, tan caro a Gramsci. Al reducir a los intelectuales al
papel de “compañeros de viaje” del proletariado, ese mito les impide a los
primeros asumir la defensa de sus propios intereses y explotar sus medios de
lucha más eficaces en favor de las causas universales.(Pierre Bourdieu,
“Corporatism of the universal”, Telos, otoño de 1989, p. 109).
Si hay un
solo marxista a quien Pierre Bourdieu debió haberse tomado en serio, tendría
que haber sido Antonio Gramsci. Sería de esperar que el teórico de la
dominación simbólica hubiese entablado un diálogo de rigor con el teórico de la
hegemonía. Sin embargo, no encuentro en los escritos de Bourdieu sino unas
pocas y sucintas referencias a Gramsci. En la primera de las tres citas del
exergo, Bourdieu se apropia de Gramsci en beneficio de su propia concepción de
la dominación cultural; en la segunda, se vale de Gramsci como apoyo de su
propia teoría de la política; y en la tercera, ridiculiza las ideas de Gramsci
sobre los intelectuales orgánicos[1].
Habida
cuenta de la popularidad de Gramsci en Europa durante los años sesenta y
setenta, cuando Bourdieu elaboraba sus ideas sobre la dominación cultural, no
cabe conjeturar sino que semejante omisión haya sido deliberada. La alergia que
Bourdieu llegó a sentir por el marxismo se manifiesta aquí en la negativa a
considerar las ideas del marxista de quien se hubiese podido sentir más cerca.
Bourdieu confiesa abiertamente que nunca ha leído a Gramsci y que, de haberlo
hecho, habría expresado sin ambages sus reservas. De todos los marxistas,
simplemente Gramsci le quedaba demasiado cerca como para no resultarle incómodo.
Los
paralelismos son, de hecho, notables. Uno y otro repudiaron las leyes marxianas
de la historia a fin de elaborar refinadas nociones de la lucha de clases en
las que la cultura desempeñaba un papel clave, a la vez que ambos se centraron
en lo que Gramsci denominaba las superestructuras, y Bourdieu, campos de
dominación cultural. Ambos dejaron de lado el análisis de la economía
propiamente dicha para centrarse en sus efectos, es decir, en los límites y las
oportunidades que creaba para el cambio social. El interés por la dominación
cultural llevó a uno y otro a estudiar a los intelectuales desde la perspectiva
de las relaciones de clase y de la política. Ambos trataron de trascender lo
que consideraban la falsa oposición entre voluntarismo y determinismo,
subjetivismo y objetivismo. Los dos rechazaron abiertamente el positivismo
materialista y teleológico y, en su lugar, pusieron de relieve cómo la teoría y
el teórico formaban parte ineludiblemente del mundo que estudiaban.
Quien
desee salir en busca de las razones de tan extraordinaria convergencia teórica,
encontraría en sus biografías paralelas un buen punto de partida. Caso único
entre los grandes teóricos marxistas, Gramsci —al igual que Bourdieu— procedía
de un medio rural pobre. Ambos llegaron igualmente a sentirse incómodos en el
entorno universitario, aunque para Gramsci ello haya supuesto abandonar la
universidad para dedicarse al periodismo y a la política, antes de ser
encarcelado sin contemplaciones por el Estado fascista. Bourdieu, por el contrario,
haría de la academia su hogar y alcanzaría su pináculo, llegando a convertirse
en catedrático del Collège de France. Fue desde esa posición que incursionó en
la vida política. Por mucho que se hubiesen alejado del mundo rural en que
habían nacido, ninguno de los dos dejó de mantenerse en contacto con ese mundo.
Ambos hicieron de la experiencia de los dominados o subalternos una
preocupación constante.
Dadas las
similitudes de sus trayectorias sociales y dados sus intereses teóricos
comunes, sus divergencias fundamentales despiertan mayor interés aún y podría
conjeturarse que están estrechamente ligadas a los muy diferentes contextos
históricos —campos políticos— en los que les tocó actuar. Gramsci, después de
todo, ni dejó de ser marxista ni de involucrase en las cuestiones del
socialismo en un momento en que este todavía figuraba de manera prominente en
la agenda política, mientras que Bourdieu se distanció del marxismo,
prefigurando lo que se convertiría en un mundo pos-socialista. Una conversación
entre Bourdieu y Gramsci basada en su interés común por la cuestión de la
dominación cultural se perfila, entonces, como una promesa de esclarecer sus
divergencias políticas. Comenzaré esa conversación imaginaria trazando la
intersección de sus biografías con la historia y hurgando en los paralelismos
de sus respectivos marcos conceptuales antes de examinar sus divergentes
teorías de la dominación cultural —hegemonía contra violencia simbólica— y sus
teorías opuestas sobre los intelectuales.
Vidas de
práctica paralelas
Ala hora
de comprender las intervenciones políticas humanas, el concepto de habitus de
Bourdieu, las disposiciones adquiridas y encarnadas a lo largo de las
trayectorias vitales, nos invita a examinar la intersección entre biografía e
historia. Las vidas políticas de Gramsci y Bourdieu se condensan en los efectos
acumulados de cuatro conjuntos de experiencias: 1) infancia temprana y
escolarización, en las que cada uno emigró del medio rural a la ciudad en busca
de educación; 2) experiencias políticas formativas; a saber, la inmersión de
Bourdieu en la Revolución argelina y la participación de Gramsci en la labor
política que condujo al movimiento de los consejos de fábrica; 3) formación
teórica: en el caso de Bourdieu, en la academia; en el de Gramsci, en el
movimiento comunista; y 4) reorientaciones finales en las que Bourdieu pasa de
la universidad a la esfera pública, mientras que Gramsci se ve obligado a
retirarse del partido a la cárcel. En cada momento sucesivo, Bourdieu y Gramsci
llevan consigo un habitus —o como lo denomina Gramsci, las actas resumidas
[précis] de su pasado—, que orienta sus intervenciones en nuevos campos.
Tanto
Gramsci como Bourdieu crecieron en sociedades campesinas. Gramsci nació en
Cerdeña en 1891; Bourdieu nació en 1930 en el Bearne, región de los Pirineos.
Ambos eran hijos de empleados públicos locales: Bourdieu, de un cartero que se
había convertido en empleado de la oficina de correos del pueblo; Gramsci, de
un empleado del registro de tierras local, quien terminaría viéndose
encarcelado tras ser acusado de malversación. Bourdieu era hijo único, mientras
que Gramsci era uno de siete hermanos, todos los cuales desempeñaron un papel
importante en sus primeros años de vida. Ambos estaban muy apegados a sus
madres, en ambos casos mujeres de origen campesino de condición superior a la
de sus padres. Ambos brillaron en la escuela y a fuerza de voluntad avanzaron
desde sus pobres lugares de origen hasta centros metropolitanos, cada uno con
el apoyo de abnegados maestros.
Sin duda,
la vida de Gramsci fue la más difícil de las dos. Además de provenir de una
familia mucho más pobre, Gramsci padeció los dolores físicos y psicológicos que
acarreaba su condición de jorobado. Fue gracias a sus inagotables reservas de
determinación y al apoyo de su hermano mayor, que en 1911 pudo abrirse camino
hacia el norte de Italia, tras obtener una beca de estudios de filosofía y
lingüística en la Universidad de Turín. Del mismo modo, Bourdieu se abriría
camino en la escuela preparatoria y más tarde ingresaría en la École Normale
Supérieure, donde estudió filosofía, cúspide de la pirámide intelectual
francesa.
Trasladarse
del entorno rural a una metrópolis, ya fuera Turín o París, era de por sí una
experiencia intimidante: tanto Gramsci como Bourdieu se sentían como peces
fuera del agua en el nuevo entorno de clase media y alta de la universidad.
Refiriéndose a su habitus dislocado, Bourdieu escribe acerca “[d]el efecto
duradero de una discrepancia muy pronunciada entre una elevada consagración
académica y un origen social bajo, es decir, un habitus escindido, habitado por
tensiones y contradicciones” (Bourdieu, 2004, p. 127). Aunque ambos se
convirtieron en brillantes intelectuales y figuras políticas, ninguno de los
dos perdió el contacto con las fuentes de su marginalidad, su lugar de origen y
su familia. La devoción de Gramsci por su familia y por las costumbres rurales
queda plasmada en sus cartas desde la cárcel, del mismo modo que Bourdieu se
mantuvo unido a sus padres, regresando a casa periódicamente para realizar
investigaciones de campo. Su crianza rural está profundamente arraigada en sus
disposiciones y en su pensamiento, ya sea a modo de obstinada herencia o como
objeto de reacción vehemente[2].
Gramsci
jamás terminó sus estudios universitarios, pero se sumergió en la vida política
de la clase obrera de Turín, que había entrado en efervescencia durante la
Primera Guerra Mundial. Comenzó a escribir para el periódico socialista
Avanti!, así como para Il Grido. Después de la guerra, se convirtió en director
de L’Ordine Nuovo, la revista de la clase obrera turinesa, concebida para
articular su nueva cultura y destinada a convertirse en portavoz del movimiento
de los consejos de fábrica y de la ocupación de las fábricas de 1919-20. Bourdieu,
por su parte, terminó sus estudios universitarios y, tras pasarse un año
enseñando en un liceo, fue llamado a filas para hacer el servicio militar en
Argelia en 1955. Permanecería durante cinco años en ese país desgarrado por la
guerra, donde realizó un trabajo de campo al terminar su servicio militar,
enseñó en la universidad y, a través de sus escritos, describió la cultura y
las luchas de los colonizados, tanto en las ciudades como en el campo. Tras la
represión que siguió al revés temporal del movimiento anticolonial en la
batalla de Argel (1957), la posición de Bourdieu se hizo insostenible y en 1960
se vio obligado a marcharse. De ese modo, durante los años de formación que
siguieron a sus estudios universitarios, tanto Gramsci como Bourdieu se vieron
fundamentalmente transformados por su participación en luchas que tenían lugar
lejos de sus hogares.
Sin
embargo, incluso durante esos años, Gramsci estuvo políticamente mucho más
cerca de los protagonistas de esas luchas que Bourdieu, cuyo compromiso político
se manifestaba a una distancia científica. El mundo bifurcado del colonialismo
alejaba a Bourdieu de los colonizados, del mismo modo que el ordenamiento de
clases de Italia empujaba a Gramsci, emigrado de la semifeudal Cerdeña, hacia
las luchas de la clase obrera. En consecuencia, en ese punto Gramsci y Bourdieu
tomaron caminos muy diferentes. Tras la derrota de los consejos de fábrica,
Gramsci se convirtió en uno de los líderes del movimiento obrero, miembro
fundador del Partido Comunista en 1921 y su Secretario General en 1924,
precisamente en los mismos instantes en que se consolidaba el fascismo. Pasa
temporadas en Moscú, donde trabaja para la Komintern, y en el exilio, en Viena,
pero viaja por toda Italia a partir de 1923, en una época en la que ser
diputado electo le confería inmunidad política. Ese período concluye en 1926,
cuando es detenido en virtud de un nuevo conjunto de leyes y en 1928 es llevado
a juicio. Según declarara el juez, había que hacer que el cerebro de Gramsci se
detuviera durante 20 años. Es enviado a la cárcel y allí, a pesar de numerosas
y finalmente mortales enfermedades, produce el pensamiento marxista más
creativo del siglo XX, los hoy célebres Cuadernos de la cárcel. Irónicamente,
fueron las mazmorras fascistas la que mantuvieron a raya a los depredadores de
Stalin. La salud de Gramsci se deterioró continuamente hasta que en 1937 murió
de tuberculosis, de la enfermedad de Pott (una forma de tuberculosis que
carcome las vértebras) y de arterioesclerosis, precisamente cuando cobraba
impulso una campaña internacional por su liberación.
La
trayectoria de Bourdieu no podría haber sido más diferente. De regreso de
Argelia, se reincorporó al mundo académico, donde ocupó puestos en los
principales centros de investigación de Francia y escribió sobre el lugar de la
educación en la reproducción de las relaciones de clase de la sociedad
francesa. En 1981, se eligió a Bourdieu para que ocupara la prestigiosa cátedra
de sociología del Collège de France, convirtiéndose así en un intelectual
público preeminente y, en años posteriores, en heredero del manto de Sartre y
de Foucault. Desde el principio, sus escritos tuvieron un peso y un alcance
políticos, pero adquirieron un tono más combativo y apremiante a mediados de la
década de 1990, especialmente con la vuelta de los socialistas al poder en
1997. Bourdieu defendió públicamente a los desposeídos, atacó a la ascendente
tecnocracia del neoliberalismo y, sobre todo, arremetió contra los medios de
comunicación y los periodistas en su libro Sobre la televisión. Emprendió
varias empresas editoriales, desde la más académica Actes de la recherche en
sciences sociales hasta la más radical serie de libros Raisons d’agir. En sus
últimos años intentaría forjar lo que dio en llamar un “intelectual colectivo”
que trascendiera las fronteras nacionales y disciplinarias y reunir a
personalidades progresistas que dieran forma al debate público.
Si
Gramsci pasó del compromiso político partidista a una vida más consagrada a los
estudios en la cárcel, donde reflexionó sobre el fracaso de la revolución
socialista en Occidente, Bourdieu tomó el camino opuesto, de la vida
escolástica a una oposición más pública a la creciente marea de fundamentalismo
mercantil, llegando incluso a dirigirse a trabajadores en huelga y a apoyar sus
luchas. La conexión orgánica de Gramsci con la clase obrera a través del
Partido Comunista hizo que sobrestimara el potencial revolucionario de los
trabajadores. De ahí que en la cárcel se hubiese consagrado a tratar de
comprender cómo las complejas superestructuras del capitalismo avanzado, que
incluían no sólo un Estado ampliado sino también la relación del Estado con las
trincheras de la naciente sociedad civil, “no sólo justifica[ba]n y mant[enían]
su dominio, sino que además logra[ba]n obtener el consentimiento activo de
aquellos sobre quienes gob[ernaban]” (Gramsci, 1971, p. 245).
En
cambio, la adopción de una postura política más abierta por parte de Bourdieu
hacia el final de su vida estuvo acompañada de una teoría ya elaborada de la dominación
cultural, basada en un análisis de la acción estratégica dentro de los campos y
su concepto adjunto de habitus. A finales de la década de 1990, Bourdieu se
percató de que la esfera pública aparecía cada vez más distorsionada por los
medios de comunicación, por lo que asumió una postura más desafiante, al punto
de apoyar abiertamente movimientos de protesta. Su enérgica defensa de la
autonomía intelectual y académica y su combativa denuncia del neoliberalismo lo
convirtieron en una de las figuras públicas más descollantes en Francia.
Los
escritos de Gramsci en la cárcel reflejaban y rebasaban su práctica política.
Escribió sobre el partido comunista ideal —el Príncipe moderno—, pero en la
práctica no pudo encontrar uno que se correspondiera con su concepción. Si la
teoría de Gramsci llegó a avanzar más allá de su práctica, lo contrario ocurrió
con Bourdieu en sus últimos años. Este irrumpió en la escena política sin que
ello se viese avalado por su propia teorización, que apuntaba a actores perdidos
en una nube de desconocimiento. En ese caso la práctica se adelantaba a la
teoría. Para examinar las disyunciones respectivas entre la teoría y la
práctica tenemos que poner a dialogar entre sí las teorías de Gramsci y de
Bourdieu.
Clase,
política y cultura
Es
difícil desmenuzar esos dos cuerpos teóricos en segmentos paralelos y
comparables, en la misma medida en que cada segmento adquiere sentido sólo en
relación con el conjunto. No obstante, propondré cortes paralelos en cada
cuerpo teórico, a riesgo incluso de incurrir en solapamientos y repeticiones.
Comienzo por los marcos teóricos generales para estudiar las relaciones entre
clase, política y cultura que podemos encontrar, respectivamente, en El
príncipe moderno (Gramsci, 1971) y en La distinción (Bourdieu, 1979). En esos
escritos, tanto Gramsci como Bourdieu dividen una formación social en ámbitos
homólogos paralelos: el económico, donde se arraigan las clases; el
político-cultural, donde entran en juego la dominación y la lucha; y —para Gramsci—
el militar, que impone límites a esas luchas.
Para
Gramsci, la economía sirve para sentar las bases de la formación de las clases:
la clase obrera, el campesinado, la pequeña burguesía, la clase capitalista. La
economía determina la fuerza objetiva de cada clase e impone límites a las
relaciones entre esas clases. Pero los enfrentamientos y las alianzas entre las
clases se organizan en el terreno de la política y de la ideología, el cual
posee su propia lógica. La estructura política, por ejemplo, organiza las
formas de representación de las clases, en particular los partidos políticos.
Cada ordenamiento político posee además una ideología hegemónica, un sistema
hegemónico de ideologías que proporcionan un lenguaje común, un discurso y unas
visiones normativas compartidas por los contendientes en la lucha. La lucha de
clases no es una lucha entre ideologías, sino una lucha por la interpretación y
la apropiación de un único sistema ideológico. Las hegemonías alternativas
surgen en momentos de crisis orgánica, de lo contrario reciben un escaso apoyo.
Por último, existe un ordenamiento militar que, en relación con la lucha de
clases, en su mayor parte es invisible y que emerge sólo para reprimir las
infracciones de la ley cometidas por grupos e individuos o para restablecer el
orden en momentos de crisis profunda. A Gramsci le preocupa tanto el momento
político del ordenamiento militar, es decir, el estado subjetivo del personal
militar, como la preparación técnica de las fuerzas coercitivas.
De manera
similar, existen en Bourdieu ámbitos homólogos y la principal división se da
entre el campo económico y el cultural. Tampoco en este caso se hace un
análisis de lo económico en cuanto tal y las clases, como en Gramsci, se dan
por sentadas: las clases dominantes, la pequeña burguesía y la clase
trabajadora. Pero las clases no pueden reducirse a lo puramente económico, pues
consisten en una combinación de capital económico y cultural, de modo que la
clase dominante tiene una estructura en quiasma que se divide entre una
fracción dominante fuerte en capital económico y débil en capital cultural, por
un lado, y una fracción dominada fuerte en capital cultural y relativamente
débil en capital económico, por otro. Del mismo modo, las clases medias también
están divididas entre la pequeña burguesía de más larga data (que hace hincapié
en el capital económico) y la nueva pequeña burguesía (que hace hincapié en el
capital cultural). Por último, la clase trabajadora posee una cantidad mínima
de ambos tipos de capital, por lo que se ve obligada a una vida regida por las
necesidades materiales.
Gramsci
lleva a sus clases a la arena política, donde se forjan y organizan sus
intereses. Aquí encontramos partidos políticos, sindicatos, cámaras de comercio
y demás organizaciones que representan los intereses de determinadas clases en
relación con otras clases, cada una luchando por promover sus propios y
estrechos intereses corporativos. Dos clases, concretamente el capital y el
trabajo, intentan igualmente alcanzar el nivel hegemónico y hacer valer sus
propios intereses como intereses de todos. Paralelamente, Bourdieu se centra en
el modo en que el ámbito cultural enmascara la estratificación de clases en la
que se basa. La interiorización de las prácticas de la cultura dominante —”legítima”—
encubre así los recursos culturales de clase que hacen posibles esas prácticas.
La apreciación del arte, de la música y de la literatura es posible solamente
en condiciones caracterizadas por una existencia acomodada y un capital
cultural heredado, pero se presenta como un atributo de individuos dotados de
talento. Es como si determinadas personas pertenecieran a la clase dominante
porque son superdotadas y no como si fuesen superdotadas porque pertenecen a la
clase dominante. Todas las prácticas culturales —del arte al deporte, de la
literatura a la gastronomía, de la música a las festividades— se sitúan en una
jerarquía que resulta homóloga a la jerarquía de clases. Las clases medias
tratan de imitar las prácticas culturales de la clase dominante, mientras que
la clase trabajadora legitima esas prácticas absteniéndose de participar en
ellas: la alta cultura no es para la clase trabajadora, que se rige por
exigencias funcionales, adaptadas a las necesidades materiales.
Si para
Gramsci el ámbito cultural es un campo de la lucha de clases, para Bourdieu ese
ámbito tiende a disipar la lucha de clases. Se trata en este caso de una lucha
que tiene lugar en el interior de campos culturales separados o en el seno de
las clases dominantes, pero no en el terreno de la lucha de clases. Es una
lucha de clasificación, una lucha por los términos y las formas de
representación. Bourdieu jamás va más allá de las luchas de clasificación en el
seno de las clases para llegar a la lucha entre clases y eso, quizás, explique
por qué en sus propuestas teóricas no aparezca nunca la fuerza militar. Esas
divergencias entre las nociones de política de Gramsci y Bourdieu nos obligan a
prestar atención a las diferencias entre dos terrenos de contestación muy
diferentes, la sociedad civil y el campo de poder.
Sociedad
civil vs. Campo de poder
La
innovación de Gramsci consistió en periodizar el capitalismo no en función de
la transformación de la base económica (del capitalismo competitivo al
monopolista, o del laissez faire al capitalismo organizado, y así
sucesivamente), sino en función del ascenso de la sociedad civil: las
asociaciones, los movimientos, las organizaciones que no forman parte ni de la
economía ni del Estado. Gramsci se refería en ese caso a la aparición de sindicatos,
organizaciones religiosas, medios de comunicación, escuelas, asociaciones de
voluntarios y partidos políticos relativamente autónomos del Estado, el cual,
sin embargo, garantizaba la existencia de estos y configuraba su organización.
Las “trincheras de la sociedad civil” organizaban efectivamente el
consentimiento de la dominación absorbiendo la participación de las clases
subalternas y dando espacio a la actividad política, si bien dentro de los
límites impuestos por el capitalismo. Participar en las elecciones, ejercer
oficios, asistir a la escuela, ir a la iglesia y leer periódicos tenía como
efecto canalizar la disensión hacia actividades en el seno de organizaciones
que competían por la atención del Estado.
Según
Gramsci, todo ello tenía consecuencias drásticas para la idea misma de
transformación social. Los intentos de hacerse con el poder del Estado serían
rechazados mientras la sociedad civil permaneciera intacta. Por el contrario,
primero era necesario llevar a cabo la larga y ardua marcha a través de las
trincheras de la sociedad civil. Semejante guerra de posiciones requería la
reconstrucción de la sociedad civil, rompiendo los mil hilos que la ataban al
Estado y poniendo a la sociedad civil bajo la dirección del movimiento
revolucionario, en particular de su partido, es decir, de acuerdo con la
fórmula gramsciana, el Príncipe moderno. La toma del poder del Estado, es
decir, la guerra de movimientos, no era sino el acto culminante de un largo y
prolongado conflicto. La lucha de un siglo contra el apartheid, sobre todo en
los años 80, el avance de Solidaridad en Polonia durante 1980-1981, incluso el
movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, son ejemplos, más o
menos parciales, de guerras de posiciones. Se trata de una idea simple, el
asalto al Estado podría tener éxito allí donde la sociedad civil sea “primitiva
y gelatinosa” —tal fue el caso, por ejemplo, de la Revolución francesa o de la
Revolución rusa—, pero no en el capitalismo avanzado. La teoría de la
revolución de Lenin, que daba prioridad a la conquista del poder del Estado
—tal como se expresa, por ejemplo, en El Estado y la revolución—, no es una
teoría general, sino reflejo de las circunstancias específicas de Rusia.
Aunque
contiene elementos de una lucha de clasificación, la idea de llevar a cabo en
el terreno de la sociedad civil una guerra de posiciones que diera forma a una
contestación popular del orden social, encuentra poca resonancia en la teoría
de Bourdieu. Por extraño que resulte para un sociólogo, no hay en Bourdieu una
noción de sociedad civil. En su lugar encontramos a los líderes de las
organizaciones de la sociedad civil —líderes de partidos, líderes sindicales,
líderes intelectuales, líderes religiosos— que compiten entre sí en el campo de
poder por encima de la sociedad civil, valiéndose de su función representativa
para promover sus propios intereses, más o menos sin rendir cuentas a sus
seguidores (Bourdieu, 1982, parte III). Allí donde Gramsci hace hincapié en la
lucha de clases —aunque sin excluir en absoluto la lucha en el seno de las
clases, especialmente en el seno de la clase dominante—, Bourdieu, como hemos
visto, insiste en las luchas de clasificación, es decir, en las luchas en el
seno de la clase dominante en las que se deciden las clasificaciones
dominantes. Del mismo modo que en el análisis que hace Gramsci el Estado se
encarga de coordinar los elementos de la sociedad civil, en el análisis de
Bourdieu el Estado supervisa las luchas de clasificación a través del monopolio
que, en última instancia, ejerce sobre los medios de violencia simbólica.
Las
luchas de clasificación tienen consecuencias para los dominados, pero no se ven
afectadas por estos. Bourdieu no hace referencia a la sociedad civil —para él
no hay política salvo en el campo del poder, confinado a las clases dominantes.
Al igual que Weber, la mayoría está sumida en el estupor de la dominación,
manipulada por sus portavoces.
Hegemonía vs. Poder simbólico
Aprimera
vista, la hegemonía y la dominación simbólica parecen ambas garantizar de
manera muy similar el mantenimiento del orden social, no por medio de la
coerción sino de la dominación cultural. Hay de hecho lugares en que parecen
significar lo mismo, pero ello equivaldría a enmascarar diferencias
fundamentales que, en última instancia, residen en la capacidad de los
dominados para comprender e impugnar sus condiciones de existencia.
La
hegemonía es una forma de dominación que, como es bien conocido, Gramsci
definió como “la combinación de la fuerza y el consentimiento, [de una manera
en] que una y otro se equilibran recíprocamente, sin que la fuerza predomine
excesivamente sobre el consentimiento. Por el contrario, se intenta siempre que
la fuerza parezca basarse en el consentimiento de la mayoría” (Gramsci, 1971,
p. 80; 1985, p. 102; 2011, p. 234). Es necesario distinguir entre hegemonía,
por un lado, y dictadura o despotismo, por el otro, pues en los dos últimos
prevalece la coerción y esta se aplica arbitrariamente sin que ninguna norma la
regule. La hegemonía se organiza en la sociedad civil, pero comprende
igualmente al Estado: “…el Estado es todo el complejo de actividades prácticas
y teóricas con que la clase dominante no sólo justifica y mantiene su dominio,
sino que además logra obtener el consentimiento activo de aquellos sobre
quienes gobierna” (Gramsci, 1971, p. 244). El concepto de hegemonía descansa en
no poca medida en la idea de consentimiento, de una participación consciente y
voluntaria de los dominados en su dominación.
Bourdieu
utiliza a veces la palabra “consentimiento” para describir la dominación
simbólica, pero esta tiene en Bourdieu una connotación de mucha mayor
profundidad psicológica que “hegemonía”. En La distinción, Bourdieu describe el
habitus como la “forma interiorizada de la condición de clase y de los condicionamientos
que esta conlleva” (Bourdieu, 1979, p. 112). “Los esquemas del habitus, las
formas primarias de clasificación, deben su eficacia concreta al hecho de que
operan por debajo del nivel de la conciencia y del lenguaje, por tanto fuera
del alcance del escrutinio introspectivo o del control de la voluntad.”
(Bourdieu, 1979, p. 543). En Meditaciones pascalianas, Bourdieu escribe:
“El
agente implicado en la práctica conoce el mundo, pero con un conocimiento que
[…] no se establece en la relación de exterioridad de una conciencia
conocedora. En cierto sentido, lo comprende demasiado bien, sin que medie
ninguna distancia que lo objetive, lo da por algo natural, precisamente porque
se encuentra inmerso en él, se confunde con él, y lo habita como si fuera un
hábito [habit] o un hábitat familiar. Se siente en casa en el mundo porque el
mundo también está en él, en forma de habitus, necesidad hecha virtud que
implica una forma de amor de la necesidad, de amor fati.” (Bourdieu, 1997, p.
206; 1999, p. 188).
Por
tanto, la dominación simbólica no depende ni de la fuerza física ni tampoco de
la legitimidad. De hecho, hace que ambas sean innecesarias:
“El
Estado no necesariamente necesita impartir órdenes y ejercer ninguna coerción
física, o coacción disciplinaria, para producir un mundo social ordenado,
siempre que sea capaz de producir estructuras cognitivas incorporadas que estén
en sintonía con las estructuras objetivas y de asegurar la sumisión dóxica al
orden establecido.” (Bourdieu, 1997, p. 257; 1999, p. 242).
La
dominación simbólica se define en oposición a la noción de legitimidad, aunque
de manera superficial y sólo en apariencia, pero también en oposición a la
hegemonía, la cual conlleva una conciencia de la dominación, un sentido
práctico que opera también de manera consciente. En un pasaje revelador,
Bourdieu descarta la noción de falsa conciencia, sin por ello cuestionar la
noción de falsedad (como suele ser el caso), sino poniendo en entredicho la
noción de conciencia:
“En la
noción de ‘falsa conciencia’ que algunos marxistas invocan para explicar el
efecto de la dominación simbólica, es la palabra ‘conciencia’ la que resulta
excesiva; y hablar de ‘ideología’ es situar en el orden de las representaciones
—susceptibles de ser transformadas por la conversión intelectual que
denominamos ‘despertar de la conciencia’— lo que pertenece al orden de las
creencias, es decir, al nivel más profundo de las disposiciones corporales.”
(Bourdieu, 1997, p. 255; 1999, p. 177).
En lugar
de falsa conciencia, Bourdieu habla de “desconocimiento”[3]; es decir, que la
forma en que las personas conocen espontáneamente el mundo equivaldría a un
desconocimiento, profundamente arraigado en el habitus y aparentemente
inaccesible a la reflexión.
La
concepción de Gramsci no podría ser más diferente. En lugar de desconocimiento,
nos habla de una aceptación consciente y racional de la dominación, y en lugar
de habitus, elabora la noción de “sentido común”, que remite a un núcleo de
“buen sentido” —actividad práctica que puede conducir a una auténtica
comprensión— , así como a la sabiduría popular heredada y las ideologías de que
nos hemos impregnado:
“Al
hombre activo de masas le es propio actuar en la práctica, pero no tiene una
clara conciencia teórica de ese actuar que, sin embargo, conlleva conocer el
mundo en la medida en que lo transforma. Su conciencia teórica podría incluso
encontrarse históricamente en una relación de contraposición respecto de su
actuar. Casi podría decirse que tiene dos conciencias teóricas (o una
conciencia contradictoria): una que está implícita en su actuar y que en
realidad lo une a quienes colaboran con él en la transformación práctica de la
realidad y otra superficialmente explícita o verbal que ha heredado del pasado
y que ha absorbido acríticamente. No obstante, esa concepción ‘verbal’ no está
exenta de consecuencias: mantiene cohesionado a un grupo social concreto,
influye con variable eficacia en la conducta moral y en la orientación de la
voluntad, a menudo con fuerza suficiente para generar una situación en la que
el estado contradictorio de la conciencia no permite ninguna acción, ninguna
decisión y ninguna elección y produce un estado de pasividad moral. La
comprensión crítica de sí mismo tiene lugar, por tanto, a través de una lucha
de “hegemonías” políticas y de direcciones opuestas, primero en el campo ético
y, luego, en el propiamente político, para llegar a una elaboración superior de
la propia concepción de la realidad.” (Gramsci, 1971, p. 333; 1985, p. 1039).
Llegamos,
en este punto, a la diferencia esencial entre Gramsci y Bourdieu. Mientras que
para Gramsci la actividad práctica que transforma colectivamente el mundo es la
base del sentido común y puede conducir a la conciencia de clase, Bourdieu ve
en esa misma actividad práctica lo contrario: la inconsciencia de clase y la
aceptación del mundo tal como es. Compárese la cita anterior de Gramsci con
este pasaje asombrosamente paralelo de Bourdieu:
“Recordar
que la percepción del mundo social implica un acto de construcción no implica
en absoluto aceptar una teoría intelectualista del conocimiento: lo esencial de
la experiencia del mundo social y del trabajo de construcción que ella implica
tiene lugar en la práctica, más acá del nivel de la representación explícita y
de la expresión verbal. Más cerca de un inconsciente de clase que de una
“conciencia de clase” en el sentido marxista, el sentido de la posición que
ocupamos en el espacio social (lo que Goffman llama el ‘sentido del lugar que
se ocupa’) es el dominio práctico de la estructura social en su conjunto que se
nos revela a través del sentido de la posición ocupada en esa estructura. Las
categorías relativas a la percepción del mundo social son esencialmente un
producto de la incorporación de las estructuras objetivas del espacio social. Por
consiguiente, inclinan a los agentes a aceptar el mundo social tal como es, a
darlo por natural, más que a rebelarse contra él, a plantear posibilidades
opuestas e incluso antagónicas.” (Bourdieu, 1984, p. 235. Los subrayados son
míos; con ellos quiero resaltar los paralelismos con Gramsci).
En otras
palabras, para Bourdieu el sentido común es simplemente un velo de mal sentido
que aparentemente nos envuelve a todos, excepto posiblemente a unos pocos
sociólogos que logran milagrosamente ver a través de la niebla, mientras que
para Gramsci ciertos grupos en ciertos lugares “privilegiados” pueden adquirir
una comprensión del mundo que habitan. Por tanto, clases diferentes tienen
potenciales diferentes en lo que respecta a la adquisición del buen sentido. La
clase trabajadora, en particular, se ve favorecida por su transformación
colectiva de la naturaleza; entre el campesinado y de la pequeña burguesía la
producción está demasiado individualizada, y la clase dominante no participa
directamente en la producción.
El
contraste con Lenin es esclarecedor. Al igual que Bourdieu, Lenin consideraba
que la clase trabajadora por sí sola era incapaz de alcanzar algo más que una
conciencia sindical, por lo que llegó a la conclusión de que la verdad —de la
que era portador el intelectual colectivo— debía llevarse a la clase obrera
desde fuera. Bourdieu retrocede horrorizado ante esa idea: la clase trabajadora
está demasiado sumida en la sumisión como para dejarse alterar por tan
presuntuoso vanguardismo, que pone en peligro tanto a los intelectuales como a
los trabajadores. Gramsci, por su parte, arguye contra Lenin pero desde el lado
de la falsedad, no de la conciencia. Concede a la clase trabajadora su núcleo
de verdad que abre la puerta a intelectuales capaces de elaborar esa verdad a
través del diálogo. De esas profundas diferencias surgen no sólo visiones
opuestas de la lucha de clases, sino también del papel de los intelectuales.
Intelectuales:
Tradicionales y orgánicos
Caso
único entre los marxistas clásicos, Gramsci consagra una gran atención a los
intelectuales y a las relaciones de estos consigo mismos, con la clase
trabajadora y con las clases dominantes. Como ya se ha visto, Marx no estaba en
condiciones de explicarse a sí mismo: en primer lugar, de explicar cómo un
intelectual burgués podía luchar junto a la clase trabajadora contra la
burguesía; y, en segundo lugar, cómo y por qué toda su obra escrita era
importante para la formación de la clase trabajadora y para la lucha de clases.
Simplemente no tenía nada sistemático que decir sobre los intelectuales. El
interés de Gramsci por la dominación cultural y la conciencia de la clase
trabajadora lo llevó a tomarse en serio el papel y el lugar de los
intelectuales.
Gramsci
parte del importante presupuesto de que cualquiera hace las veces de teórico y
actúa basándose en teorías sobre el mundo, pero que hay quienes se especializan
en producir tales teorías y es a esos a quienes llamamos intelectuales o
filósofos. De éstos hay dos tipos: intelectuales orgánicos e intelectuales
tradicionales. El primero está orgánicamente vinculado a la clase a la que
representa, mientras que el segundo es relativamente autónomo de la clase a la
que representa. En el capitalismo, las clases subordinadas se apoyan en los
primeros, mientras que las clases dominantes se ven favorecidas por los
segundos. Exploremos más a fondo esa distinción.
Para que
la clase trabajadora se convierta en fuerza revolucionaria necesita
intelectuales que elaboren su buen sentido dentro del propio sentido común. Tal
elaboración tiene lugar a través del diálogo entre la clase trabajadora y un
intelectual colectivo: el Partido comunista, es decir, el “Príncipe moderno”
concebido esta vez como “persuasor permanente”. A diferencia de lo que creía
Lenin, no se trata de llevar desde fuera la conciencia a la clase trabajadora,
sino de partir de la conciencia que esa clase ya posee. El intelectual orgánico
puede ser eficaz sólo a través de una relación íntima con la clase trabajadora,
compartiendo su vida, lo que, en algunas lecturas de Gramsci, significa
provenir de la clase trabajadora.
Es fácil
ver por qué Bourdieu somete a una crítica devastadora la idea de lo que llamó
el “mito” del intelectual orgánico. Puesto que el sentido común de la clase
trabajadora es simplemente mal sentido[4], no podría haber buen sentido alguno
en la experiencia práctica de la clase trabajadora, no podría haber en esa
experiencia ninguna simiente de comprensión y, por consiguiente, nada que los intelectuales
pudiesen elaborar. No hay, en ese caso, base alguna para el diálogo, que, por
tanto, degenera en populismo —es decir, en una identificación con la clase
trabajadora que no es más que la proyección de los propios deseos y de la
imaginación de los intelectuales en la clase trabajadora, a la que erróneamente
afirman comprender:
“No se
trata de dirimir si es verdadera o falsa la insostenible imagen del mundo
obrero que produce el intelectual cuando, colocándose a sí mismo en el lugar de
un obrero sin tener un habitus de obrero, aprehende la condición obrera a
través de esquemas de percepción y de apreciación que no son los que los
propios miembros de la clase obrera ponen en juego para aprehenderla. Es esa
imagen realmente la experiencia que del mundo obrero puede tener un intelectual
que se coloca a sí mismo de manera provisional y deliberada en la condición
obrera, experiencia que puede llegar a ser cada vez menos improbable si, como
está empezando a suceder, un número cada vez mayor de individuos se ven
arrojados a la condición obrera sin tener el habitus producido por los
condicionamientos ‘normalmente’ impuestos a quienes están condenados a esa
condición. El populismo jamás es otra cosa que la inversión de algún
etnocentrismo.” (Bourdieu, 1979, p. 435; 2012, pp. 417-418).
En otras
palabras, el intelectual, cuyo habitus se forma en la skholè (un mundo que no
se rige por la necesidad material[5]) es incapaz de apreciar la condición de la
clase trabajadora, cuyo habitus está formado por la precariedad y la incesante
búsqueda del sustento material. La inmersión temporal en la vida de la fábrica
genera una reacción en el intelectual, que se ve así condenado a aborrece las
condiciones de vida de la clase trabajadora, mientras que la propia clase
trabajadora, acostumbrada a su sojuzgamiento, observa presa de la perplejidad.
En cuanto
parte de la fracción dominada de la clase dominante, los intelectuales
experimentan sus vidas como sojuzgamiento, lo que lleva a que algunos de ellos
se identifiquen con las clases dominadas. Pero esa identificación es ilusoria.
Esos intelectuales tienen poco en común con la clase trabajadora. Es mucho
mejor que los intelectuales defiendan explícitamente sus propios intereses y
los presenten como intereses de todos, es decir, como los intereses universales
de la humanidad:
“Los
productores culturales no volverán a encontrar un lugar propio en el mundo
social a menos que, habiendo sacrificado de una vez por todas el mito del
‘intelectual orgánico’ (sin caer en la mitología complementaria del mandarín
retirado de todo), acepten trabajar colectivamente por la defensa de sus
propios intereses. Ello debería llevarlos a afirmarse en cuanto poder
internacional de crítica y vigilancia, incluso de propuestas, frente a los
tecnócratas, o —con una ambición a la vez más elevada y más realista y, por
tanto, limitada a su propio ámbito— a implicarse en una acción racional para
defender las condiciones económicas y sociales de la autonomía de esos
universos socialmente privilegiados en los que se producen y reproducen los
instrumentos materiales e intelectuales de lo que llamamos Razón. Esa
Realpolitik de la razón será sin duda sospechosa de corporativismo. Pero será
parte de su tarea demostrar, por los fines a los que destina los medios de autonomía
que tanto ha costado obtener, que se trata de un corporativismo de lo
universal.” (Bourdieu, 1992, p. 472; 1995, pp. 500-1).
Estamos
de vuelta en la Realpolitik de la razón, en la pretensión de que, al proteger
su propia autonomía, los intelectuales pueden al mismo tiempo defender los
intereses de la humanidad. Bourdieu propone la formación de una internacional
de intelectuales, pero ¿por qué deberíamos tener más confianza en su “Príncipe
moderno” que en el de Gramsci? ¿Qué fines —qué visiones y divisiones—tiene
Bourdieu en mente para ese “intelectual orgánico de la humanidad”[6]? ¿Por qué
habríamos de confiar en que los intelectuales, abanderados históricos del
neoliberalismo, el fascismo, el racismo, el bolchevismo, etc., sean los
salvadores de la humanidad? Al diseccionar las falacias escolásticas de los
demás, ¿no incurre Bourdieu en la mayor falacia de todas: la incapacidad de los
intelectuales para reconocerse a sí mismos como portadores (potenciales) de una
universalidad engañosa? Bourdieu ha sustituido la universalidad de la clase
trabajadora, que tiene como base la producción y como vehículo el partido
político, por la universalidad del intelectual, que tiene como base la
academia.
A los
ojos de Gramsci, la defensa universalista que de los intelectuales hace
Bourdieu no es expresión sino de la ideología del intelectual tradicional,
quien, al defender su autonomía, es tanto más eficaz a la hora de apuntalar la
hegemonía de las clases dominantes. Estas últimas tratan de presentar sus
intereses como los intereses de todos y para ello necesitan intelectuales
relativamente autónomos que crean genuinamente en su universalidad. Los
intelectuales estrechamente vinculados a la clase dominante no pueden describir
a esta última como una clase universal. Incluso una postura crítica consecuente
en relación con la clase dominante por no perseguir sino su propio interés
corporativo —a saber, por su implacable búsqueda de la ganancia— puede ayudarla
a afianzar la hegemonía burguesa. ¿Pueden los intelectuales manifestar su
autonomía en oposición a la hegemonía burguesa sin tener que rendir cuentas a
otra clase? Bourdieu dice que sí, Gramsci dice que no. El intelectual orgánico
de Gramsci no sólo elabora el buen sentido de la clase trabajadora, sino que
también refuta las pretensiones de los intelectuales tradicionales de
representar una universalidad verdadera.
Conclusión
Gramsci y
Bourdieu son reflejos opuestos el uno del otro. Bourdieu refuta, por mítica, la
figura del intelectual orgánico de Gramsci, mientras que Gramsci refuta, por
engañarse a sí misma, la figura del intelectual tradicional de Bourdieu. En el
fondo, la divergencia gira en torno a la pretendida (in)capacidad de los
dominados para comprender el mundo y la pretendida (in)capacidad de los
intelectuales para trascender sus intereses corporativos o de clase. A esas dos
preguntas, Gramsci y Bourdieu responden de manera opuesta. Ello no significa,
sin embargo, que la conversación entre ellos dos sea inútil. A lo largo de sus
escritos en la cárcel, Gramsci muestra hasta qué punto es consciente de las
objeciones que posteriormente habría de presentar Bourdieu, al volver una y
otra vez sobre las dificultades del intelectual orgánico para sostener un
diálogo recíproco entre el partido y sus seguidores, entre dirigentes y
dirigidos. Como sabemos, Bourdieu basó su propia crítica del intelectual
orgánico en las reflexiones de Gramsci sobre los peligros de la alienación de
la política respecto de las bases. Por otra parte, Bourdieu conoce demasiado
bien las limitaciones de las pretensiones de universalidad de los intelectuales
y el peligro de las falacias escolásticas que atrapan a los intelectuales en un
corporativismo parroquial.
La
conversación entre Bourdieu y Gramsci es tanto más interesante cuanto más
tengamos en cuenta el contradictorio acercamiento de Bourdieu a la clase
trabajadora en el proyecto de entrevistas en colaboración La misère du monde
(1993), obra colectiva que fue un éxito de ventas en Francia y dio voz a los
dominados al proponerse corregir las distorsiones generalizadas de los medios
de comunicación. Es ahí donde Bourdieu y sus colaboradores describen la
conexión orgánica que desarrollan con obreros, empleados públicos,
desempleados, inmigrantes. Por otra parte, si se leen las transcripciones literales
de las entrevistas junto con los análisis que hacen los entrevistadores, cuesta
trabajo entender en qué sentido los entrevistados sufren de desconocimiento. Al
contrario, los entrevistados muestran una profunda comprensión sociológica de
su situación. El vocabulario del desconocimiento y del habitus brilla por su
ausencia casi total en esa obra.
No menos
sorprendente es la exposición metodológica que hace Bourdieu al final del
libro, en la que habla del “trabajo socrático” del entrevistador a la hora de
explicar las cosas y en la que se refiere al sociólogo como a una “comadrona”
que ayuda a las personas a tomar conciencia de lo que sabían desde el principio
en cuanto a la naturaleza de su dominación. Hasta podría considerarse una
especie de práctica de concienciación, en la que lo “implícito” se hace
“explícito” y se “verbaliza”. De hecho, el capítulo sobre la “comprensión”
podría leerse como una brillante elaboración de técnicas y dilemas del
sociólogo como intelectual orgánico. Pero Bourdieu no hace ningún intento de
reconciliar el libro con su denuncia del “intelectual orgánico”. Sí, ser un
intelectual orgánico requiere un trabajo sostenido, una paciencia incansable y
una auto-vigilancia colectiva inflexible, pero Gramsci nunca dijo que fuera
tarea fácil. En verdad, para Gramsci no podría haber sido nunca un proyecto
individual, sino que debía ser un proyecto colectivo.
Traducido
del original en inglés (“Cultural domination: Gramsci meets Bordieu”, capítulo
3 de la obra de Michael Burawoy y Karl Von Holdt Conversations with Bourdieu:
The Johannesburg Moment, Johannesburg, Wits University Press, 2012). Su
traducción al francés figura en forma adaptada en el dossier “Il faut lire (ou
relire) Gramsci” [Hay que leer (o releer) a Gramsci] publicado en Contretemps.
Revue de critique communiste. Para esta traducción al español se consultó la
traducción al francés, lo que redundó en puntuales esclarecimientos e informó
la recomposición de las notas y de las referencias bibliográficas. El título
con que se publica ahora en español y la traducción de todas las citas es del
traductor, quien además de hiperenlaces ha añadido entre corchetes, en las
notas del autor —ampliadas y puestas al día—, referencias bibliográficas en
español para el lector que desee consultar otras fuentes.
Notas
· En este y
en los demás casos a lo largo del texto, el año entre corchetes y los números
de página remiten a las ediciones originales en francés o, en su defecto, a los
originales en/traducciones al inglés que cita Burawoy o a las traducciones al
español añadidas a las referencias bibliográficas, según proceda. [Nota del T.]
[1] En
otra referencia, Bourdieu (1981, capítulo 8) convierte de forma oportunista las
advertencias de Gramsci contra los peligros de la oligarquía sindical —”un
banquero de hombres en situación de monopolio”— y de la política sectaria del
aparato del partido, aislado de sus seguidores, en una denuncia general de los
“intelectuales orgánicos” por engañarse a sí mismos y a la clase que dicen
representar. No deja de ser curioso que Bourdieu recurra en ese caso a los
escritos políticos más oscuros de Gramsci y pase por alto Cuadernos de la
cárcel y sus ideas claves sobre la hegemonía, la sociedad civil, los
intelectuales y el Estado.
[2] Las
marcadas diferencias entre las posiciones intelectuales y las disposiciones de
Gramsci y las de Bourdieu hallan reflejo en la divergencia fundamental que se
observa en la relación de cada uno con sus orígenes de clase. En el filme “La
sociología como arte marcial”, en que se presenta un retrato de la vida
académica y política de Bourdieu, puede verse una escena en la que Bourdieu
describe su repulsión por el dialecto de su región natal en los Pirineos, lo
que es ilustrativo del habitus de clase que había adquirido en el establishment
académico, mientras que Gramsci escribe desde la cárcel conmovedoras cartas a
su hermana para implorarle que se asegure de que sus hijos no pierdan su
familiaridad con los modismos populares y la lengua vernácula.
[3]
Méconnaissance en el texto original de Bourdieu, traducido al inglés por
Burawoy como misrecognition y retraducido al francés en la versión incluida en
el dossier de Contretemps sobre Gramsci como méconnaisance. [Nota del T.]
[4] De
nuevo méconnaissance en la traducción al francés. [Nota del T.]
[5]
Skholè, que de su significado original griego de errancia, ocio, descanso,
tiempo libre se convirtió en latín en la raíz de schola (escuela) y de ahí pasó
a informar escolástica y sus derivados, adquiere en Bourdieu el sentido de
condición material y social necesaria de la existencia de todo campo
intelectual. Pero lo necesario de esa condición también lo es, por así decir,
ideológicamente: “La scholè no da cuenta solamente de una situación de
desentendimiento en lo que atañe a las necesidades más apremiantes de la
existencia mundana —entre ellas, en primer lugar, las necesidades económicas—,
sino que además participa de la ignorancia o la represión de las modalidades
sociales y disposicionales que la hacen posible.” (Stephane Chevallier y
Christiane Chauviré, Dictionnaire Bourdieu, París, Ellipses, 2010, p. 144 ; la
traducción es mía) [Nota del T.]
[6] El
propio Bourdieu se ve abocado a apropiarse de la idea de intelectual orgánico.
“Todo lo cual quiere decir que el etno-sociólogo es una especie de intelectual
orgánico de la humanidad y que, en cuanto agente colectivo, puede contribuir a
desnaturalizar y desfatalizar la existencia humana poniendo su competencia al
servicio de un universalismo arraigado en la comprensión de los diferentes
particularismos.” (Bourdieu, 2002, p. 24). En este caso nos encontramos, sin
embargo, ante un intelectual orgánico de una entidad abstracta —la humanidad—,
la antítesis misma del intelectual orgánico tal como lo concebía Gramsci, de
hecho ¡la apoteosis de lo que Gramsci consideraba un intelectual tradicional!
Referencias
bibliográficas
Bourdieu,
Pierre
[1979] La
distinction. Critique social du jugement, París, Minuit, 1979. [La distinción.
Criterios y bases sociales del gusto (trad. María del Carmen Ruiz de Elvira),
Madrid, Taurus, 2012]
[1982] «
Langage et pouvoir symbolique » en Ce que parler veut dire. L’économie des
échanges linguistiques, París, Seuil, 1982. [¿Qué significa hablar? Economía de
los intercambios lingüísticos (trad. Esperanza Martínez Pérez), Madrid, Akal,
1985]
[1984]
“Social space and the genesis of ‘classes’”, Language and Symbolic Power,
Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1991, pp. 229-251. [«
Espace social et genèse des classes », Actes de la recherche en sciences
sociales, vol. 52-53, junio de 1984, p. 5]
[1986]
“Fieldwork in Philosophy”, In Other Words: Essays towards a Reflexive
Sociology, Standford, Standford University Press, 1990, pp. 3-33.
[1989]
“Corporatism of the universal: The role of intellectuals in the modern world”,
Telos, núm. 81, pp. 99-110.
[1992]
Les règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire, París, Seuil,
1992. [Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario,
Barcelona, Anagrama, 1995]
[1997]
Méditations pascaliennes, París, Seuil, 1997. [Meditaciones pascalianas (trad.
Thomas Kauf), Barcelona, Anagrama, 1999]
[2003] «
Retour sur l’expérience algérienne » en Interventions 1961-2001. Sciences
sociales et action politique, Marsella, Agone, 2002.
[2004]
Esquisse pour une auto-analyse, París, Raisons d’agir, 2004. [Autoanálisis de
un sociólogo (trad. Thomas Kauf), Barcelona, Anagrama, 2006]
Bourdieu, Pierre et al.
[1993] La
misère du monde, París, Seuil, 1993. [La miseria del mundo (trad. Horacio
Pons), Buenos Aires-México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2007 (tercera
reimpresión)]
Gramsci, Antonio
[1971]
Selections from the Prison Notebooks (trad. Y ed. Quintin Hoare and Geoffrey
Nowell Smith), Nueva York, International Publishers, 1971. Véase, en francés, «
Machiavel, la politique, le prince moderne et les classes subalternes » en
Antonio Gramsci, Guerre de mouvement et guerre de position. Textes choisis et
présentés par Razmig Keucheyan [Guerra de movimientos y guerra de posiciones.
Textos seleccionados y presentados por Razmig Keucheyan], París, La Fabrique,
2011, pp. 159-269. [Para una edición autorizada en español véanse los 6
volúmenes de Cuadernos de la cárcel (Edición crítica del Instituto Gramsci. A
cargo de Valentino Gerratana) (trad. Ana María Palos; revisada por José Luis
González), México, D. F., Ediciones Era, 1985 (primera reimpresión)]
MICHAEL
BURAWOY
Sociólogo,
profesor en la Universidad de California – Berkeley. Es autor, entre otros
libros, de Manufacturing Consent: Changes in the Labor Process under Monopoly
Capitalism (University of Chicago Press, 1979).