Por: Lisbeth Moya González
Siento mío cada acto de repudio, desde el día en que vi
la cara de la hija de un opositor al que nos habían llevado a ofender. Yo tenía
menos de 10 años y esa niña también. La escuela, institución formadora y núcleo
fundamental de la sociedad, nos condujo
hasta la puerta de una familia cubana a perder o cuestionar cada uno de
nuestros valores por un rato, porque cuando se denigra la dignidad del
ser humano, el animal que somos aflora.
Ese día, la escuela nos enseñó que estaba bien pisotear
al diferente y eso se lo creyeron muchos de mis compañeros que hoy, desde sus
centros de trabajo y vidas aplican esa filosofía, más allá de la ideología que
profesen.
Actualmente, de todos los presentes en ese momento, niños
y profesores, puede que una de las pocas personas de izquierda sea yo. Esos
niños emigraron, esos profesores nunca supieron el verdadero significado de la
palabra Socialismo, o al menos no aprendí eso de ellos, ni en obras, ni en
enseñanzas.
Supe de socialismo en los días en que mi mamá me hablaba
de la necesidad de amar lo que uno hace y no dañar a otras personas, el día en
que ella me dijo que desde su posición de dirigente de este país, su
responsabilidad era velar por los trabajadores,
intentar que se sintieran estimulados, porque ellos producían la comida
de todos nosotros. Supe de Socialismo viendo a mi padre levantarse todos los
días a las seis de la mañana y llegar tarde a veces, porque amaba su trabajo,
aunque su salario no fuera suficiente. Supe también de Socialismo cuando en mi
barrio nadie se quedaba sin comer y la gente se preocupaba por los problemas de
los demás. Cuando mi abuelo me contó que él alfabetizó a mi abuela y mi abuela
me dijo que en su mesa de guajira siempre se ponía un plato extra, porque por
aquella loma pasaba gente que necesitaba almorzar, gente a veces desconocida
que necesitaba llevarse algo a la boca.
El socialismo es mi madre que se becó desde los diez años
para ser universitaria y cruzaba en una balsa un río crecido para ir a la escuela.
Yo supe de Socialismo recogiendo tomates con mis padres y
abuelos, viéndolos cosechar arroz cada temporada y enfrentando mil viscitudes
para que los trabajadores que venían de oriente pudieran tener una comida y un
sueldo digno. Viendo a mi gente trabajar a brazo partido con ellos, aunque les
estuvieran pagando. Mirando a mi padre metido en el fango; arrancando el arroz
de raíz para que yo pudiera ir a la universidad.
Supe de Socialismo
también en la Casa de la cultura en que a los ocho años me enseñaron a escribir
una décima. Lo supe el día en que los médicos le dieron el alta de terapia
intensiva a mi padre; o cuando mi maestra nos llevaba a comprar guarapo al lado
de la escuela y pagaba el del niño o la niña que no tenía dinero.
Supe de Socialismo
el día que entré por la puerta de El Mejunje de Silverio y vi a frikis, trans e
intelectuales convivir. Supe qué era el Socialismo cuando me fui con Silverio
al campo con un espectáculo de transformistas, que hablaba de vivir en paz y
regocijarnos en nuestras diferencias.
Los conceptos: plusvalía, hegemonía, clases sociales,
sociedad civil, los ismos, llegaron después. A mí la vida me hizo socialista,
me hizo entender que mi mamá, mi papá y quienes trabajan me pagaron con su
sudor la escuela, el derecho a la salud
gratuita, las vacaciones y hasta los conciertos que disfruto.
El socialismo es un pacto social hermoso que en teoría
habla de socializar lo que somos capaces de crear a partir de las bondades de
la naturaleza, así de simple. Es un pacto social que habla de libertad, de
existir sintiendo las necesidades del otro y la otra como nuestras; que habla
de poseer lo necesario y crear en armonía.
El socialismo habla de consenso en lo que nos une, de
respetar nuestras diferencias, de ser humanos decentes, libres.
Entonces, me pregunto, cómo nos llamamos socialistas sin
que los medios de producción estén en manos de quienes trabajan, sin que se
tolere el mínimo disenso.
Cómo se habla de socialismo gritándole mercenaria a una
mujer, delante de su madre en su propia casa, a unos metros de la escuela en
que a la niña que fue le enseñaron a escribir la palabra patria.
Dice algún proverbio que el odio es como un clavo en una
pared, puedes sacarlo para intentar enmendar el problema, pero el agujero
queda. El odio hace que los países y las vidas no avancen, centrados en
canalizar ese fuego que los quema y sin encargarse de cosas simples como ser
protagonistas de su historia. Pienso en "La pared de las palabras" de
Fernando Pérez y en cómo esa pared podría derrumbarse, una vez que le quitaran
todos los clavos, porque tanto agujero no deja espacio para que un muro se
sostenga.
Pienso en Cuba y sus clavos, los clavos que lleva tanta
madre en el pecho, tanta gente que se va y sé que ese derrumbe puede aplastar a
quienes martillaron, pero también puede llevarse toda idea de que el Socialismo
es la vía para vivir sin odio.
Se cierne sobre la izquierda una leyenda negra que el
autoritarismo ha construido y que deja sin herramientas a los que
verdaderamente la izquierda debería representar. Se viste de izquierda el
autoritarismo, los burócratas viven como reyes, algunos jóvenes intelectuales
buscan cambios desesperados tratando de agradar al poder o intentando formar
parte de él, sin darse cuenta de que el costo es convertirse en burócratas
autoritarios, porque de otro modo serían regurgitados por el sistema.
Somos uno de los pocos países que se dicen socialistas en
el mundo y como tal tenemos muchos enemigos. Contrincantes poderosos que pagan
porque Cuba no exista, o al menos no de este modo. Es cierto el bloqueo, es
cierta la CIA, casi todo es cierto. Me pregunto si los que protagonizan e
incitan a los actos de repudio en Cuba son conscientes del trabajo que le
ahorran a los que desean ver un clavo en la cabeza de la izquierda.
Me pregunto si entienden que en comunicación la Teoría de
la aguja Hipodérmica fue superada, que esa bala mágica, esa causa- efecto, ese
receptor pasivo no existe, porque estamos en un mundo donde la información
literalmente nos atraviesa, donde el "me disgusta" de mi vecino en
las redes sociales está viajando en ondas a través de mí, donde todos los días
consumimos información de manera instantánea a golpe de pantallas.
Por ende, un acto de repudio no será una inyección de
patriotismo, ni un impulso para defender un pacto social, sino todo lo
contrario, porque no somos receptores vacíos, no somos cuerpos inertes, masa
acrítica manipulable.
El consenso no es real. Yo no he encontrado aún el
consenso dentro de mí, nadie lo ha encontrado, ¿cómo aspiran a que un país
entero sienta, piense y actúe de manera uniforme?
Actuar de manera personal como se actúa socialmente en
Cuba ahora mismo, sería declararnos bipolares y
esquizofrénicos. Se imaginan levantarnos en la mañana y pensar ¿ Leche o
café? Ir al aula y debatir ¿Ciencias o Letras? Falacias todas de reducción al
absurdo que conducirían a pequeños actos de autorepudio, siguiendo las lógicas
que vi esta mañana al despertar.
Consignas como "Pin pon fuera, abajo la
gusanera", himnos cargados de historia, mancillados nuevamente por la
histeria de unos pocos, eso son los actos de repudio, actos infantiles,
comparables a un berrinche o un burdo intento de manipulación.
El término mercenario, presente. Para el poder es fácil
unificar el disenso bajo la acusación de mercenarismo. Sabemos que el imperio
paga, pero los no pagados, los que se constituyen en sociedad civil por
vocación ciudadana, esos, son igual de perseguidos y reprimidos. La represión
no es solo un policía golpeando en público a una persona. La represión se
esconde en cada intento y amenaza para que el que disiente se calle. Una
llamada por teléfono "amistosa" en la que se advierte cuánto puedes
perder si hablas. El seguimiento constante a tus amigos, porque juntarse con
alguien que piensa distinto al poder "puede perjudicarles". La
expulsión o sanción en el trabajo. La terrible llamada a los padres de alguien.
El vigilante en la puerta de la casa. Todas esas acciones y muchas más toman
cuerpo en la palabra represión.
Para terminar quiero decir que no temo a las
consecuencias de mis palabras. Que puedo elegir no marchar este 15 de noviembre
porque no me siento representada por los bandos que están en juego. Que mi
madre sabe en su corazón que crió a una mujer justa y que no me cansaré de
decir que sin libertad de disenso, no hay socialismo posible. No me gustan las
rosas, soy una mujer de girasoles y jazmines del monte. Socialismo Sí,
Represión No.