Recientemente, Telesur tuvo a bien publicar este artículo de nuestro compañero de viaje, el historiador y sociólogo marxista, Frank García Hernández. Como hemos dicho con anterioridad, en Comunistas no estilamos presentar trabajos que hayan aparecido anteriormente, sin embargo, debido a que nos ha parecido un texto aportativo, reproducimos acá el breve ensayo de nuestro camarada y antiguo miembro del Comité Editorial.
En 1965, durante la fundación del nuevo Partido Comunista* nacido con la Revolución Cubana, Fidel Castro insistía en
que no se podía concebir al marxismo como “una doctrina religiosa, con su Roma,
su Papa y su Concilio Ecuménico”.
Para entonces, Leonid Brezhnev gobernaba
la Unión Soviética. Tras su llegada al poder en 1964 había paralizado las
reformas de apertura dirigidas por quien le precediese y protegiera,
Nikita Jruschov. Brezhnev depuso a su antiguo mentor mediante de un golpe palaciego, instaurando una línea política que se ha dado en llamar neoestalinismo. Aunque sin llegar a los extremos de Josif Stalin, sí se
restauró una fuerte censura, la intolerancia política y el culto a los
dirigentes, los cuales, desde el poder, perdieron todo contacto con la juventud
y los problemas de la sociedad en general.
Otra de las principales características
de Brezhnev fue intentar controlar aún más los partidos comunistas del mundo,
enfrentar a las disidencias del marxismo-leninismo (ya habían roto con la Unión
Soviética, Yugoslavia en 1948, Albania en 1961 y China en 1962) y
principalmente, establecer la llamada política de coexistencia pacífica con el
imperialismo estadounidense. Por tanto, las guerrillas latinoamericanas no
tenían cabida en el modelo brezhneviano, como tampoco el socialismo
revolucionario que construía la Cuba guiada por Fidel Castro.
Uno de los momentos de mayor tensión
entre Cuba y la Unión Soviética se vivió en 1967. Para las actividades por el
50 aniversario de la Revolución de Octubre, La Habana envió a Moscú una
delegación encabezada solamente por el Ministro de Salud. El 7 de noviembre,
día en que se conmemora el triunfo revolucionario ruso, en el periódico del
Partido Comunista de Cuba, Granma, apareció un gran titular el cual
decía: “los bolcheviques de hoy son los guerrilleros venezolanos”.
Para expandir la hegemonía ideológica de
Moscú -tratando de suprimir todo cuestionamiento revolucionario-, Brezhnev
reforzó la idea ya establecida de que el marxismo-leninismo emanado de la Unión
Soviética era el único y verdadero, descalificando así al resto de las
tendencias comunistas. Al mismo tiempo, en contraste con el socialismo de la
Europa oriental, el cual había llegado en los tanques del Ejército Rojo -que
regresarían a Hungría en 1956 y a Checoslovaquia en 1968-, la clase trabajadora
cubana sí construía su propia Revolución. Por tanto, era lógico que
desarrollara sus propias interpretaciones del marxismo.
Los manuales de filosofía soviéticos
eran, según el Che Guevara unos “ladrillos”. Estos devinieron en
incuestionables evangelios donde Marx aparecía como un Dios del cual Lenin era
su único profeta, Moscú hacía función de Vaticano y el Buró Político del
Partido Comunista soviético jugaba un rol de Concilio Ecuménico, donde el
secretario general de turno era el Sumo Pontífice. Durante la segunda mitad de
los años sesenta, Fidel Castro recurría una y otra vez a esta metáfora,
llegando a decir en el Congreso Cultural de La Habana (1968) que algunos
marxismos se comportaban “como una iglesia seudorrevolucionaria”.
“Estas son las paradojas de la historia.
¿Cómo cuando vemos a sectores del clero devenir en fuerzas revolucionarias
vamos a resignarnos a ver sectores del marxismo deviniendo en fuerzas
eclesiásticas? Esperamos, desde luego, que por afirmar estas cosas no se nos
aplique el procedimiento de la ‘Excomunión’ y, desde luego, tampoco el de
la ‘Santa Inquisición”, anunciaba Fidel ante la incorporación de curas a las
luchas de liberación latinoamericanas, en claro contraste contra el inmovilismo
de los partidos comunistas prosoviéticos.
Cuba era entonces el centro de la
Revolución mundial. Desde la isla, los movimientos de liberación nacional
africanos, latinoamericanos, árabes y asiático recibían un apoyo real; ya fuera
reconciliando facciones enfrentadas como sucedió con el caso salvadoreño,
entrenando guerrillas para derrocar regímenes dictatoriales, o enviando tropas
y asesoramiento militar a Angola, Etiopía, entre otros países
Sin embargo, los marxismos enfrentados
al dogmatismo soviético –esquematismo que llegaba a todos los partidos
comunistas alineados con Moscú- sobrepasaban los límites de La Habana. No solo
habían nacido y consolidado diversas tendencias políticas como los trotskismos,
maoísmos y guevarismos, o Estados socialistas de encontradas posiciones entre
ellos. Después de la Segunda Guerra Mundial emergieron también importantes
teóricos marxistas, críticos con la Unión Soviética, como fueron los casos de
Ernest Mandel, Nikos Poulantzas, Gilles Deleuze, Felix Guattari o Cornelius Castoriadis, y posteriormente, Rossana Rosanda y Toni Negri.
Aunque como Mandel, muchos de estos
intelectuales críticos con la Unión Soviética fueron bien cercanos a la
Revolución cubana y otros procesos similares, algunos de ellos, tras la caída
del Muro de Berlín terminarían torciendo hacia la socialdemocracia -y en
ocasiones un poco más allá-. Sin embargo, negar hoy que en su momento
realizaron importantes aportes al marxismo, es caer en un dogmatismo muy
similar al profesado por Brezhnev y compañía.
América Latina, tras el triunfo de la
Revolución cubana, crearía su propio cuerpo de teóricos marxistas, los cuales
rompían todos los esquematismos europeos, destacando los sociólogos e
historiadores Darcy Ribeiro, Florestan Fernandes, Rui Mauro Marini, Pablo González Casanova, Antonio García Nossa, Tomás Amadeo Vasconi o Martha Harnecker.
A su vez, en la misma Habana, se constituía el núcleo teórico del Departamento
de Filosofía y su herética publicación Pensamiento Crítico (1967-1971),
encabezada por el intelectual revolucionario, Fernando Martínez Heredia.
Mientras tanto, en el mundo anglosajón
–el cual por diferentes motivos Estados Unidos nos lo ha limitado- aparecían
Eric Hobsbawn, Edward. P. Thompson, el Grupo de Septiembre y su marxismo analítico, Allan Woods, Tariq Alí y Alex Callinicos.
Paradójicamente, tras la desaparición de
la Unión Soviética -y durante su proceso de disolución el cual podemos
distinguir con mayor claridad entre 1989 y 1991-, los marxismos crecieron aún
más. Tenían ante sí lo que para muchos había sido impensable: el gran Estado
socialista fundado en 1917, al cual muchos miraban como el Vaticano del
marxismo-leninismo, había desaparecido. Pero no heroicamente producto de una
guerra mundial con el imperialismo, sino disuelto por la deformada casta
burocrática del Partido Comunista que lo dirigía.
El consiguiente retroceso de las fuerzas
revolucionarias durante la década de los años 90 del pasado siglo, hizo
que los teóricos marxistas reconfiguraran sus análisis. De esta manera, en
América Latina (re) nacían Rosa Luxemburgo, José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci y León Trotski, a la vez que se recuperaba el pensamiento de Che
Guevara.
Las prácticas políticas también se
transformaron radicalmente. Una organización civil como el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra lograba mucho más que todos los partidos
comunistas brasileños (ya fuera el fundado por Prestes o Joao Amazonas),
cuestionando con su praxis la efectividad de la vía armada. A su vez, en
México, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional demostraba que las
organizaciones revolucionarias clandestinas, más que ir del campo a la ciudad,
debían ir de la montaña a la sociedad civil, construyendo el socialismo con
todes y desde abajo y no por un método de ordeno-mando.
Con el empezar de las Revoluciones de la
minorías, los partidos marxistas latinoamericanos -los cuales se constituían,
reconstituían y para no perder la tradición, también se fragmentaban-,
finalmente comprendieron que la clase trabajadora no era una masa homogénea y
sí una clase social formada por múltiples sectores sociales. De este modo, las
organizaciones anticapitalistas se percataron que, si no se asumían como parte
de las luchas ecologistas, raciales, y pro derechos LGTBIQ+ -en vez de
entenderlas como una “sección del Partido”-, no se podía construir la tan
preconizada emancipación total del ser humano. A su vez, los feminismos
revolucionarios se expandieron en organización, cobrando una fuerza e
independencia nunca antes visto. Pero, además, las lideresas trascendieron las
reformas de la mujer y, lo una vez excepcional, se transformó en constante, el
movimiento anticapitalista latinoamericano comenzó a ser dirigido también por
mujeres. La comandanta Ramona, Gladys Marín, Bertha Cáceres, Milagros Salas,
Camila Vallejo y Romina del Pla son solo parte de los ejemplos que hablan de
una nueva época.
A su vez, la misma lucha de clases, así como el origen de las batallas por los derechos de la mujer trabajadora –nunca olvidar que la adopción de la fecha 8 de marzo se institucionalizó en la Primera Conferencia de Mujeres Comunistas celebrado en la Rusia bolchevique de 1921-, provoca la natural emergencia y hegemonía del feminismo marxista, superándose la limitada visión del liberalismo dentro de este movimiento. Como parte de ello en 2019 aparecería el Manifiesto de un feminismo para el 99 porciento, escrito por la filósofa italiana, Cinzia Arruzza, la historiadora india, Tithi Bhattacharya y la profesora estadounidense de ciencias sociales, Nancy Fraser.
Ante tamañas transformaciones -no pocas
veces inesperadas y trabajosas de asimilar para las organizaciones herederas
del neostalinismo- las interpretaciones de los marxismos crecieron aún más:
Naomi Klein desarrolló la Teoría del shock, Eric Toussaint relanzó la
importancia de combatir contra la deuda externa, el sociólogo brasileño Michael Löwy (re) formuló el ecosocialismo y Slavoj Zizek cruzó a Marx con Freud y Emir Kosturica.
Es lógico que el escenario continúe
complejizándose. Nadie que tenga una clara interpretación de Marx puede esperar
un futuro con procesos sociales simples. Esto es la lucha de clases y por
tanto, desde los marxismos nacerán cada vez más nuevas interpretaciones de las
realidades sociales.
Esta diversidad es algo lógico.
Solamente en una mentalidad dogmática se puede concebir que exista un marxismo
puro, el cual por su mera existencia excluya y califique de “revisionista” a
toda variante crítica y cuestionadora de lo establecido. De hecho, quien
pretenda construirse un pensamiento revolucionario solamente con El Manifiesto
Comunista, corre el riesgo de degenerar en una mentalidad de consignas y sin
capacidad de análisis.
Si hay un texto a partir del cual puede
comprenderse la anatomía del capitalismo y por tanto, tener un sólido punto de
partida, ese sería el volumen primero de El Capital. Sin embargo, Marx lo
escribió en 1867. Para entonces, Cuba, el único país socialista de América
Latina, ni siquiera había iniciado su primera guerra de independencia.
“El marxismo no es una propiedad privada
que se inscribe en un registro”, decía Fidel Castro cuando fundaba el Partido
Comunista de Cuba el 3 de octubre de 1965 y en 1968 recordaba que “no puede
haber nada más antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista
que la petrificación de las ideas”.
La crisis del capitalismo, acelerada por
la globalización de la pandemia que hoy vivimos, golpea con más fuerza en el
llamado Tercer Mundo. América Latina, por su tradición de lucha, sus
movimientos sociales organizados durante décadas y con importantes sectores de
su clase trabajadora politizados, está llamada a jugar un papel fundamental en
el triunfo de la Revolución socialista mundial.
Sin embargo, para lograr que la
Revolución se concrete, al menos de manera regional, es necesario que nuestras
herramientas de pensamiento se adecúen a las nuevas realidades de lucha. Una de
las mejores maneras de hacerlo es ir en búsqueda de nuevos análisis. Los
mejores de ellos, por lo general, están desde donde se lanzan las críticas más
incómodas. A su vez, creer que en estos otros instrumentos teóricos se
encontrará la respuesta a todo problema, es tan dogmático como rechazar
incorporarlos. Incluso, en ciertas ocasiones, pensadores revolucionarios que ya
han fallecido y sus ideas han sido relegadas, resultan tan novedosos y útiles
como la más reciente de las teorías – y no son solamente Marx y Lenin-. No
existen los falsos marxismos, pero sí es falso que existe un marxismo puro,
único, incuestionable.
*El primer partido comunista cubano
nació en 1925. Tras el triunfo de la Revolución en 1959, el Movimiento 26
de Julio, junto al Directorio 13 de Marzo y el Partido Socialista Popular, los
cuales conformaban el Gobierno, crearon las Organizaciones Revolucionarias
Integradas (1961), la cual en 1962 pasó a ser el Partido Unido de la
Revolución Socialista Cubana (Pursc), para finalmente, constituirse
el Partido Comunista de Cuba el 3 de octubre de 1965.