Hay algo que oculta la propaganda oficial: la burocracia cubana y la socialdemocracia nacional tienen grandes puntos en común.
por Marcos Guzmán
A
medida que las tensiones alrededor de los sucesos de San Isidro y la sentada
del 27N frente al Ministerio de Cultura fueron descendiendo, se suscitó un
debate sobre el problema de fondo, a la sombra de la incertidumbre generada por
las medidas llamadas a realizar la Tarea Ordenamiento. Algunos de los momentos
más notables del mismo se pueden encontrar en un dossier de la web Sin Permiso
bajo el título de Republicanismo ySocialismo. Un debate global para la Cuba de ahora.
El
mismo ha girado alrededor de la defensa o crítica de determinadas posturas que
salieron a la luz con respecto a la realización de la democracia y el carácter
de nuestra república. Una de las posiciones más defendidas es continuidad de una
tradición republicana ligada a la socialdemocracia liberal, fácilmente
detectable, y demolida en disímiles ocasiones desde el marxismo. Aunque sería ridículo
tildar de pequeño-burgués a todos aquellos que sostienen esta posición, la misma
está inspirada en la faceta aparentemente “revolucionaria” de las
reivindicaciones democráticas propias de la pequeña burguesía. Lenin, en un
contexto diferente, había advertido que “la pequeña burguesía es progresista
por cuanto presenta reivindicaciones democráticas de carácter general. Pero es
reaccionaria por cuanto lucha por el mantenimiento de su situación, procurando
detener y aún retroceder el desarrollo de las fuerzas productivas, incluso
dentro de los límites del régimen burgués”.*
En
el contexto de la Cuba de hoy, esta ideología pequeño burguesa no busca detener
y mucho menos hacer retroceder unas fuerzas productivas, cuyo desarrollo
requiere para afianzar la propia condición social que le da cuerpo. En
cualquier caso, sus aspiraciones discurren en el mismo sentido en que Marx
afirmaba que “la pequeña burguesía democrática tiende a un cambio del orden
social que pueda hacer su posición dentro de las relaciones burguesas lo más
estable posible, y no le interesa la transformación revolucionaria de la
sociedad en beneficio de la clase trabajadora”.*
Una
de las ideas centrales manejadas desde tal postura, es la de la “realización
plena de la república democrática y el Estado de derecho”. Contradictoriamente, intelectuales ligados a la
oficialidad, han criticado duramente a quienes defienden esos principios,
obviando, que el propio gobierno ha adoptado esa idea en su discurso,
plasmándola incluso en nuestra Constitución.
Es
decir, el tipo de razonamiento atacado de
manera implacable desde la institucionalidad y los medios oficiales, o no
oficiales, subordinados a la burocracia del Partido –a través de una matriz comunicacional que
gira alrededor de la 3ra vía o “centrismo”, “golpes blandos”, y conspiraciones manejadas
por Soros–, es similar a las ideas
consagradas en la actual Constitución y redactada por funcionarios del gobierno.
¿Acaso alguien se atreve a decir que los redactores de la Carta Magna fueron
pagados por Soros?
Ambos
discursos tienen matices e interpretaciones diversas, ya que responden a los
intereses de sectores sociales diferentes. Pero la similitud no es gratuita, ya
que, además de compartir determinados ideales de justicia social, ambos son
funcionales a un proceso de restauración capitalista en Cuba. Una prueba de que
esta es la dirección a la que apunta la burocracia del Estado, es el carácter
liberal de muchas de las medidas tomadas en función de la llamada Tarea
Ordenamiento. Medidas impropias de un gobierno que se hace llamar socialista, con
las que, incluso una parte de los llamados “centristas”, han sido muy críticos.
Pareciera que con la Tarea Ordenamiento, la justicia social que promulga el gobierno debe esperar a que el ajuste económico dé sus
frutos. La burocracia, desde su posición privilegiada, llama constantemente
al pueblo a sacrificarse en pos del “ordenamiento”, cuyos frutos supuestamente
se verán más temprano que tarde. Por su parte, la socialdemocracia históricamente
se ha dedicado a parchar el sistema capitalista, salvándolo del colapso mediante
reformas y políticas sociales que garanticen a las clases trabajadores un
mínimo de mejoras en sus condiciones de existencia.
Esta es la razón por la cual, en el contexto
cubano, la socialdemocracia se ha negado a aceptar el retroceso en las políticas
sociales conquistadas por la revolución cubana. Sin embargo, como socialdemocracia insta a acelerar las reformas liberales
aplicadas por burocracia. De ese modo, tanto la socialdemocracia atacada
por la burocracia, como la burocracia, ven pasar la solución a los problemas de
Cuba por la liberación de las fuerzas productivas en favor del sector privado,
cuestión que se apoya y complementa a través de la defensa del “Estado de
derecho” y la “república democrática”.
Algún
que otro autor, como Carlos Fernández Liria, romantiza el ideal republicano,
asociado a los conceptos de “Estado de derecho” y “democracia”, declarando
tales principios como incompatibles con el modo de producción capitalista. En
un plano superficial de análisis, podríamos afirmar estar de acuerdo con esto,
y desde un lenguaje compartido entre militantes, no pasaría de una burda
cuestión terminológica. Sin embargo, este enfoque pasa por alto algunos
elementos que nos parecen esenciales: el desarrollo histórico del concepto de
Estado de derecho, ligado al carácter clasista tanto de la democracia como del
Estado en general. Estos términos están popularmente asociados a conceptos abstractos
propios de la sociedad burguesa, de modo que abordarlos en un discurso
socialista es una tarea más compleja que negar su relación histórica con el
desarrollo del sistema capitalista.
El
Estado de derecho, como producto histórico del liberalismo, no solo es
perfectamente compatible, sino que es inseparable del modo de organización
social capitalista. Si lo rastreamos en la historia nos lleva directamente al
modelo político republicano francés, que establece como fuente del derecho – y
único límite del poder del Estado – al derecho mismo, siendo este en última
instancia la legitimización de las relaciones sociales de producción existentes
y que le dan contenido a sus disposiciones formales. El Estado, subordinado a
la noción burguesa del derecho, se desempeña como garante y defensor de esas
relaciones de producción. Cierto que la existencia del Estado socialista en la
transición al comunismo, es también debida a la necesidad de configurar,
legitimar, y defender el tránsito hacia nuevas relaciones sociales; pero las
mismas deben dirigirse a desmontar el carácter impersonal del derecho, que
sanciona y encubre las relaciones de dominación de un orden establecido.
Por
otra parte, el derecho se levanta sobre la noción burguesa de libertad, sobre
todo de libertad política. Muy vinculada a la idea de la voluntad general de
Rousseau, en la que cada individuo
enajena sus derechos en un cuerpo colectivo, del cual emanan las leyes como
condiciones para realizar el bien público, con el beneficio de recibir la cualidad
de miembro con plena igualdad dentro del todo. Al no plantearse desde una
perspectiva clasista, no puede tener en cuenta el despliegue de las
contradicciones reales en las que se desenvuelven los seres humanos.
La
condición de la libertad, por tanto, será una igualdad formal ante la ley, por
parte de un ser humano abstracto e inexistente en la práctica. Los seres
humanos reales, los sujetos concretos del derecho, no son iguales en la
práctica, unos son propietarios y otros no pueden serlo sino a condición de
despojar a los primeros, unos cuentan con todas las condiciones para una
capacitación plena y otros están demasiado volcados en la supervivencia para
siquiera preocuparse por su capacitación. No son iguales ni siquiera
naturalmente, ya que unos son más fuertes que otros, y tienen capacidades
físicas e intelectuales diferentes. De modo que la igual consideración hacia
sujetos determinados por condiciones esencialmente desiguales, no puede ser
otra cosa que la legitimación de la desigualdad.
Así,
la libertad de los individuos desiguales, basada en su igualdad ante la ley, es
relativa y engañosa, sirviendo para crear la apariencia de que el Estado
responde a todos los miembros de la sociedad,
cuando en realidad las relaciones de producción sancionadas por el
derecho permiten que solo la clase – o la casta – beneficiada por ellas
disponga de tiempo y recursos para dedicarse a la actividad política. Esta
libertad, permite a los miembros de la clase, o sector social, dominante
turnarse en defensa de sus propios intereses, creando una ilusión de democracia
dada por un aparente pluralismo político.
Y
aquí entramos en la cuestión del carácter clasista del Estado y la democracia
como mecanismo político. La democracia en abstracto, que no tiene en cuenta el carácter
clasista de la sociedad, parte también de una individualidad abstracta y
absoluta. En este sentido, el orden social se nos presenta en sus propios
términos como derivado de los individuos que la componen. Por ello el enfoque moderno de la democracia parte
de que la comunidad de individuos aislados solo es posible mediante al
sometimiento a una norma común de la que participan como si fueran iguales de
antemano. Esta norma común, que parte de una multiplicidad de individuos
aislados, solo podría concretarse desde la representatividad, la cual
supuestamente debe obedecer al mandato de la ciudadanía que la dota de su
autoridad mediante su libre elección.
Ahora
bien, existen dos grandes tipos de representación que resumen las diversas
formas que esta puede presentar: la representación con mandato obligatorio, en
la cual el representante debe atenerse estrictamente al mandato delegado en él
por la comunidad de individuos; y la
representación libre, en la cual el representante es libre de actuar y decidir
en nombre de quien lo designa sin tener que ceñirse al mandato.
Pero
en la sociedad de individuos aislados y
abstractos, no existe una comunidad de intereses colectivos y concretos bien
definidos capaz de determinar de manera imperativa el mandato del
representante. Sin una perspectiva clasista, la representación política solo
puede ser libre. Es decir, la falta de concreción de los intereses colectivos,
que no son otros que los intereses de clase, otorgan al soberano la misma
“libertad” de la que están dotados los individuos abstractos, capacitándolo
para operar, en su nombre, por encima e independientemente de ellos. La
presunta sujeción del soberano al orden impersonal de la ley, que supondría el
Estado de derecho, no es más que el velo que encubre esta relación, teniendo en
cuenta, que el derecho parte de la misma concepción abstracta del individuo,
legitimándola por otra parte.
Al
ignorar el carácter clasista del Estado, el soberano se presenta como el
representante del todo en abstracto y no de ninguna parte. El antagonismo
social, acaba desapareciendo detrás de la fórmula “democrática” de “un
individuo=un voto”, en la que todos son aritméticamente iguales ante la ley. Se
trata de una ilusión fetichista, donde las relaciones de dominación, determinadas
por la desigualdad de clase realmente existente, se presentan como relaciones
libres, suerte de “contratos legales” entre individuos que gozan de idénticos
derechos y libertad. Ya sea en el campo económico, mediante la libre
compra-venta de fuerza de trabajo, o en el ámbito político, mediante el libre
voto de cada individuo particular, aislado y enajenado respecto a su clase, por
los potenciales representantes designados por las élites dominantes. La
representatividad resultante de esta “democracia”, al encubrir el antagonismo
social, acaba privando a las mayorías excluidas de la dominación económica, de
la posibilidad de una participación política efectiva.
El
ideal martiano de la “república con todos y para el bien de todos”, tiene sus
límites, y más allá del fetichismo nacional con la figura del Apóstol, hay que
dejarlos bien claros. La lucha de clases no es una teoría, es un hecho. La
libertad e igualdad plenas para todos solo será posible con la desaparición
definitiva de las clases sociales. En tanto estas persistan, la libertad, el
Estado, la democracia y el derecho se inclinarán a favor de un lado y en
detrimento del otro. No tenemos más opción que coincidir con Lenin al decir: “Mientras existe el
Estado no existe libertad. Cuando haya libertad no habrá Estado”. Este,
representa en la práctica los intereses de una clase u otra, por tanto, la
democracia como forma funcional a este mismo Estado, será siempre democracia
para algunos, pero nunca para todos.
Sin embargo, esto no
significa que debamos renunciar a ese ideal martiano, sino entender que el
mismo solo es alcanzable en toda su plenitud por el camino del socialismo. La
sustitución de la democracia burguesa, por la democracia obrera, no hace otra
cosa que ampliar la base social con acceso a la participación política
efectiva, a través de una representatividad bajo un mandato imperativo,
responsable ante la base social que la empodera. Por otra parte al superar la
igualdad meramente formal dispuesta en el derecho, mediante la socialización
económica, se avanza hacia la igualdad efectiva, sentando las bases para la
realización de una libertad donde quepan realmente todos los miembros de la
sociedad.
El
pluralismo político, en sí mismo, no es necesariamente negativo, ya que solo a
través de la lucha política, y la resolución de las contradicciones que se le
van planteando, puede la política tener un carácter vivo y transformador. Es
evidente que con todas las ideas y decisiones fluyendo unilateralmente desde la
cúpula de una élite dirigente, es muy difícil, sino imposible, una renovación
dialéctica y realmente superadora del proceso revolucionario cubano. Pero este
pluralismo político beneficioso y necesario, no puede ser canalizado a través
de la organización de otras élites políticas, capaces de secuestrar la energía
e impotencia de las masas en beneficio de sus propios intereses. En este
sentido, el pluripartidismo nunca ha representado, ni representará, la solución
a los problemas específicamente políticos de Cuba.
Hay
que democratizar la política entre la clase trabajadora, y para ello, es
necesario empoderarla más efectivamente.
Un primer paso fundamental y de vital importancia para el proceso de la
transición socialista sería liberar las fuerzas productivas de la gestión
centralizada de la burocracia estatal – que no es el sentido en el que se habla
hoy de liberarlas en beneficio de la propiedad privada –, abriendo paso a
nuevos mecanismos de gestión obrera y democratizando el proceso de producción
social. Esto forjaría una mayor conciencia política en la clase trabajadora,
capacitándola para hacer frente de manera organizada a muchas cuestiones que la
política desde arriba se ha mostrado incapaz de resolver.
En
resumen, tanto la burocracia como la
socialdemocracia atacada por la burocracia tienen en común que, quieren dar plenitud de derechos a la
burguesía. Tanto la burocracia como la socialdemocracia (la primera al
estimular el sector privado y la segunda por su propia línea ideológica) apuestan por la reconciliación de clases en
nombre de una patria de todos. Un todos
donde cabe tanto la clase trabajadora como la burguesía y; tanto la
socialdemocracia como la burocracia anhelan
la expansión del sector privado de la economía.
Cabe
entonces la pregunta: ¿ataca la burocracia a la socialdemocracia? no: la
burocracia no ataca a la socialdemocracia en sí, sino a los representantes de
la socialdemocracia ¿y por qué la burocracia ataca a los representantes de la
socialdemocracia? Porque la socialdemocracia cuestiona el poder de la burocracia:
no por grandes diferencias ideológicas de fondo.
La
mejor respuesta a la consigan “Cuba es de todos” -promovida inicialmente por el
27N y después monopolizada por la derecha-, hubiese sido: “Cuba para les trabajadores”. Pero la burocracia no puede excluir a
su propio engendro: el sector privado, o sea, la burguesía. Y no lo puede hacer
porque todos sabemos que muchos de sus familiares tienen restaurantes, bares y
las falsas “cooperativas”.
La
burocracia no previó que con sus medidas liberales crecería, desde el sector
privado una sociedad civil que respondería a los intereses del sector privado.
La burocracia no previó que esta sociedad civil, por demás, exigiría los
derechos civiles postergados o limitados por la censura. Esos derechos civiles:
libertad de expresión, eliminación de la
censura, expansión y eliminación de trabas para nuevos espacios de
participación, son legítimos reclamos de la clase trabajadora, sin embargo, la
burocracia, con sus prácticas coercitivas los ha dejado caer en manos –en el
mejor de los casos- de la socialdemocracia, y en el peor de los escenarios, ha
provocado que la contrarrevolución manipule y haga suyas la libertad y la
democracia; obvio, en ese caso deformándola hacia los intereses burgueses: o sea libertad de mercado, libertad para
quienes ejercen la libertad de mercado y poder político para quienes ejercen la
libertad de mercado: es decir, poder para la burguesía, que es el reclamo
solapado de los Alcántaras y compañías, la variante tropical de los Vlacav
Havel.
Por tanto: ¿República?
¡Claro! ¡Pero República Socialista! ¿Democracia? ¡Por supuesto! ¡Pero
democracia obrera! De lo que se trata en Cuba no es de crear dos, tres,
muchos partidos que se disputen periódicamente el poder. No es de dar rienda
suelta a la (re)naciente clase burguesa, ni de ceder poder ante ella, en aras
de una aparente “inclusividad”, y en nombre del desarrollo económico. Esto a la larga solo significaría un retroceso
respecto a los logros históricos de la revolución cubana. De lo que se trata es
de avanzar hacia la socialización económica efectiva, impulsando un desarrollo
basado en la cooperación y no en la competencia. De forjar conciencia
política a través de nuevos espacios de participación ciudadana desde donde la
clase trabajadora pueda disputarle al sector privado la hegemonía de la
sociedad civil. Pues solo desde la democracia trabajadora se logrará
renovar una institucionalidad socialista corroída por décadas de malas
prácticas burocráticas.
De alcanzar una
democracia que libere a las clases trabajadoras del imperio de una ley
impersonal que idealiza al individuo, obviando su realidad. De desburocratizar
y construir un gobierno de las mayorías trabajadoras, donde la ley se someta al
imperio de las necesidades colectivas. Es decir: La superación del Estado de
derecho, mediante la construcción del Estado socialista.
*
* (Marx, Circular del ComitéCentral a la Liga Comunista, 1980, pág. 92)